Sunday, January 11, 2009

Luz de mil inviernos


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Al otro lado del río, el humo se elevaba en una recta columna; era un simple movimiento que se abría expandiéndose en el cielo. No había un soplo de aire ni la más pequeña onda sobre el río, y todas las hojas estaban quietas; el único movimiento ruidoso era el de los papagayos cuando pasaban como relámpagos. Ni siquiera el pequeño bote de pescadores alteraba el agua; todo parecía haberse congelado en la inmovilidad , excepto el humo. Aún cuando se elevara tan recto hacia el cielo, había en él cierta alegría, y la libertad de la acción total. Y más allá de la aldea y el humo estaba el resplandeciente cielo del atardecer. Había sido un día fresco, el cielo estuvo despejado y la luz era la luz de mil inviernos, de corta duración pero penetrante y expansiva; esa luz iba con uno a todas partes sin abandonarlo en ningún momento. Como un perfume, estaba en los lugares más inesperados; parecía haber penetrado en los rincones más secretos del propio ser. Era una luz que no dejaba sombra y las sombras perdían su profundidad; debido a ello toda sustancia perdió su densidad; era como si uno mirara a través de todo, a través de los árboles al otro lado del muro, a través del propio ser, tan opaco y tan desnudo como el cielo. La luz era intensa, y estar con ella implicaba ser apasionado, no con la pasión del sentimiento o el deseo, sino con la pasión que jamás se marchita ni muere. Era una luz extraña, lo exponía todo tornándolo vulnerable, y lo que no tenía defensas era amor. Uno no podía seguir siendo lo que era, uno había ardido, se había consumido sin dejar cenizar, y repentinamente nada hubo sino esa luz.



Krishnamurti, en Diario- EDITORIAL HERMES. 1985;261

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