Tuesday, April 08, 2008

Viernes Santo

La palabra. Si yo digo la palabra es la enfermedad. Si yo digo la palabra es la doble naturaleza. Pero aunque debería no me detendré en la palabra que no se expresa. Mira, allí, una montaña. En esta llanura todavía contamos con una montaña. El final de las montañas o el origen de todas las presencias. Y allí, al final de la larga peregrinación, la esperanza que proviene de la palabra.

La noche anterior, luego de que mi tío se fuera, nos quedamos con mi tía N y mi primo Fe afuera de la casa, contemplando los jovencitos que se detenían en la discoteca del frente, las calles vacías, las estrellas y la poca gente que salía de misa de última cena. Al lado, la señora de las empanadas alistaba las últimas cosas para cerrar su carrito e irse con él y su hija de regreso a la casa. En diciembre esta misma señora fue la feliz ganadora del sorteo que rifaba una moto. Recuerdo que en la casa todos compartimos esta noticia del premio como si se tratara de un justo reconocimiento a la dedicación y perseverancia de la labor de la humilde señora. La señora pronto vendió la moto, me contó mi tía.

Al haber terminado la jornada, la señora de las empanadas decidió admirar un poco también ella la noche y nos invitó a tomar asiento. Mi tía se sentó en una de las sillas rimax roja, mi primo se sentó al lado en otra silla igual, la hija de la señora se acomodó en su cicla y yo me sentaba a veces en el andén cuando no era perturbado por los mosquitos.

Le comenté a la señora mi determinación de participar en la peregrinación a la montaña con que el pueblo celebra la viacrucis, lo que propició una conversación sobre las religiones y sus costumbres que se alargó incluso cuando volvió mi primo Da de casa de su novia. Mi tía, que se convirtió al cristianismo hace algunos años, hacía mofa de los rituales católicos y comentaba con desparpajo la vez que decidió participar en la caminata, la primera vez que se hizo en el pueblo, hace como 5 años aproximadamente. Me producía placer escuchar la manera en que tomaba detalle del acontecimiento, con mordacidad y viveza. Me dibujó con sus palabras un pueblo exhausto al final del camino, que se caía en el ascenso a la montaña, niños vomitando por doquier, ella misma detenida en la mitad del tramo sin más aliento incapaz llegar al destino, hombres borrachos y un espíritu colectivo festivo más propio de la camadarería que de la devoción.

Después de que los devotos salieran de la misa de jueves santo, con sus ánimos serenos, mi primo Da contó que lo malo de los católicos era que tuvieran misas tan aburridas, no como los cuadrángulares que bailaban y los pastores gritaban para despertarlo a uno. Mi tía dijo que era la manera correcta de alabar a cristo puesto que en la biblia se exhortaba a celebrar con maracas y tambores su nombre. Luego de un rato le reprochó a mi primo Da que fuera tan católico, tal vez de manera inconciente, pero claramente católico.

Las calles del pueblo quedaron de nuevo desocupadas y mi primo Da dijo que el pueblo estaba vacío. Mi primo se encontraba estudiando derecho en Bogotá y a veces me aterraba verlo de lejos y reconocer en él un futuro abogado. Ya había sentido esta soledad del pueblo en diciembre cuando vine con K. Para empeorar las cosas el ejército había decidido instalar un cordón de seguridad en todo el centro del pueblo lo que creaba un gran vacío en todo el corazón de S. Pero a veces me preguntaba si era verdad que el pueblo estaba vacío o si siempre había sido de esa manera.

Recuerdo mi infancia en S. Uno de mis recuerdos de infancia me transporta al parque. Una navidad. Mi padre me llevaba de la mano en una calurosa noche de diciembre, mostrándome las bonitas luces rojas y la decoración. El parque relucía como el más hermoso de la tierra. Los niños jugaban a los vaqueros entre las matas de bambús, los vendedores se juntaban en la esquina con sus máquinas de hacer raspados y los hombres iban y venían resfrecándose en la brisa exquisita del piedemonte llanero. Al final del parque nos encontramos con mi tío materno T y su hijo L. Mi padre se detuvo a conversar largamente con mi tío T y yo miraba fijamente a su hijo, al frente, que como yo estaba agarrado de la mano de su padre. Luego seguimos nuestro trayecto y es todo lo que recuerdo. Con los años unos hombres encapuchados masacraron a mi tío al frente de su casa, seguramente en presencia de sus hijos. Los criminales necesitaron hacer varios disparos a quemarropa y cargar varios fusiles para aniquilar a este sencillo hombre que vivía en el taller de carros con su mujer y sus dos hijos. Mi madre me contaba que era uno de los hombres más corajudos de su época. Uno de los primeros hombres que ella vió matar fue de la mano de su hermano.

A pesar de las figuras que tengo de mi temprana infancia el pueblo siempre ha parecido deshabitado. Una mañana antes de viajar para Bogotá recuerdo que tuve una visión aterradora de S. En una esquina de la casa de Cottom pude atravesar con la mirada el largo de una desolada calle que recorría de principio a fin el pueblo. No había una persona, un perro. Vacío. Esperé que fuera cosa de ese año. Pero todos los años estaba más solo el pueblo y uno se preguntaba entonces de dónde salían tantos muertos. A quién masacrarían luego si ya nadie quedaba. Era la época en que acostumbraban a matar quinceañeras. Y uno se preguntaba de dónde salían tantas quinceañeras, porque siempre había una que resultaba muerta.

Cottom madrugaba cada mañana a la plaza a comprar las cosas del almuerzo. Y fue cuando alguna vez encontró la mano de uno de esos soldados que había volado en pedazos. Uno de esos pobres muchachos, sin su manito, como ella contaba. Las figuras deformadas del cuerpo humano son tema constante en S. Mi tío antes de irse nos contó una conversación con un policía en que le describía la manera como habían quedado sus compañeros luego del fuego cruzado. La dirección en que el tiro había traspasado la cara, el tamaño de los impactos y el desastre que hacía en sus rostros. Conversaciones que imponen el horror de la realidad y la impotencia de las circunstancias. Luego sigue un silencio largo, con la cabeza abajo, y finalmente alguien se levanta de su asiento, dice que mañana tiene que madrugar y trata de seguir su vida.

Mi madre salió a la terraza y me invitó a acostarme temprano para poder madrugar. Ella estaba alistando las bolsas de agua, algunos bocadillos y, por si acaso, un pan. La idea de emprender el viacrucis había sido mía, pero mi madre se motivó y quiso hacerlo también ella. A pesar de la objeción de la mayor parte de la familia, y las constantes advertencias para desanimarla a realizar la travesía, ella permaneció terca en su resolución e ignorando todo tipo de comentarios que surgían al respecto fue la primera en levantarse y en llegar al punto de encuentro donde partiríamos hacia la primera montaña para celebrar la crucifixión de Cristo.

La mañana era opaca; lo que resultaba de alguna manera un buen presagio, puesto que el sol consistía una de las más fuertes amenazas, por su poder de insolar, de agotar más rápido, de hacer desfallecer. En el punto de encuentro ya mi madre se encontraba reunida con su hermana y el esposo, y dos compadres. Los saludé, naturalmente, pero me molestó que mi madre lo hiciera parecer una obligación al ordenarme: salude a los compadres. Nada es más desalentador que recibir una orden por algo que uno ya se propone a realizar por cuenta propia. Tan pronto como los saludé me alejé y me senté en la entrada de una casa, al lado de dos muchachos que me veían como si yo fuera un "guate". "Guate" es la manera en que las personas de Arauca se refieren a las personas extranjeras o de modales extraños. Pero yo era tan nativo como ellos, sólo que profundamente desarraigado, un desarraigo que impone su propia cuna en el lugar de la nada. Cómo se traduce: nowhereland? Y de todas maneras me fastidia mucho ese folclorismo contemporáneo que es tan forzado como querer ser de otra parte. Una persona auténtica no requiere explicar su identidad con estéticas sobrecargadas. Pero yo no tengo ni pretendo ninguna autoridad para hablar de autenticidad ni de identidad. A veces es como si me viera a mí mismo como un turista exhuberante, con ropas que no van a la ocasión y una tristeza y un sufrimiento que siempre desentonan.

La jornada empezó con las Siete Palabras del Señor en la Cruz. Haciendo abstracción del instante pensé en lo extraño que resultaba amanecer escuchando las siete palabras de una persona muerta hace dos mil años. Y de repente es como si no estuviera en ese instante sino que lo estuviera viendo a través de una pantalla que me distanciaba del momento, la pantalla de mi juicio crítico, esa pantalla que no permite vivir el tiempo y lo lleva a uno a otro lugar distinto, una connotación de la vida, que no es vida ni muerte, es interior y es distancia. De todos modos, no me gusta ser una persona muy pensante, muy filosófica, de esas que se acomodan una mano en la barbilla, arquean sus cejas y lo ven todo como indigno de su intelectual presencia. Luché contra este horrible sentido del juicio crítico y traté de tomar la ceremonia lo más devotamente posible, aún con el conocimiento de que estaba irremediablemente perdido en la incredulidad de mi momento histórico.

Las Siete Palabras contienen una belleza propia y misteriosa que me atraen profundamente en el interior. Son palabras mágicas, reveladoras y oscuras. Dan la impresión de esperar algo pero a la vez de tener la plenitud de todo. Las asocio con el primer super-átomo con el que algunos científicos explican el Big Bang. Me parece que las Siete Palabras son conspiradoras en desarrollo. La Palabra viva, las palabras que pronunció Cristo al morir, cargadas de vida.

Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
La humanidad, el pecado, el peso que conlleva toda su perdición y el dolor que sumergió a Dios el ver a su hijo tan corrompido y enceguecido. Un Dios vivo, que se desprende de la muerte de la sentencia, de la imputación del pecado e ilumina la penumbra del planeta con la luz que al final del camino nos aguarda. Yo amo a ese Dios enloquecidamente, por no decir que me encanta ese hombre, aún cuando me encanta ese hombre ensangrentado, desnudo, flagelado y castigado por sus contemporáneos que creían ver en él "uno de los suyos" y nunca supieron el valor de que ese hombre fuera Dios al tiempo. Nada más despreciable para un hombre que un hombre aún si ese hombre es Dios.

En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso
La promesa que Dios le hizo a Moisés y la certeza de que a pesar de morir todos los días podemos acercarnos a él y pedir perdón y salvación para nuestras almas. Una persona engreída es inconciente de su circunstancia, de la cruz que lleva puesta y considera que por su propia cuenta es capaz de arreglárselas a la hora de su muerte. En cambio, el cristiano reconoce un alivio a su carga en la cruz de Cristo sacrificado y brindando toda la ternura de su corazón agitado levanta una oración hacia ese justo salvador con la esperanza de la resurrección y el amor divino.

Mujer, he ahí a tu hijo; hijo he ahí a tu madre

ELÍ, ELÍ LAMMA SABACHTANI

¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?


Los seminarios no empiezan. El calor cada vez se torna más molesto, sumándole a esto la falta de dinero y una alimentación precaria. Mi condición de estudiante inmigrante no mejora las cosas. El Río de Plata reluce a lo lejos disputando una batalla ancestral con los rayos del sol que rebotan en la superficie. Espero a Ely con mi libro de El Llanto bajo mis brazos. Me siento incapaz de escribir una frase, de crear una historia, de escribir en definitiva. No considero que lo que tenga sea un bloqueo de escritor, pero me pregunto qué clase de bloqueo podría estar padeciendo.

Tengo sed

Llegamos a la cuarta estación más o menos a las nueve, o nueve y media de la mañana. En el transcurso me he adelantado a la procesión, me he quedado, me he sentado, he despachado dos botellas de agua y tomado fuerzas con un bocadillo veleño. Me superaron mi mamá y sus compadres. La veo y no puedo dejar de sentirme orgulloso de ella, de su determinación. El día anterior tanta insistencia por parte de familiares de que no fuera, que le ganaría. Incluso yo traté de convencerla, diciendo que se enfermaría y que no estaba para ponerse a estas exigencias físicas. Ahora la veía, segura, caminando, con felicidad y devoción, deteniéndose en cada estación y rezando, empeñada en realizar su pequeño sacrificio para reafirmar su fe católica.

En esta estación me encuentro con el muchacho que usa camisa larga, blanca y lleva a cuestas la sencilla cruz diseñada a partir de dos grandes leños cortados y lijados. Lo veo, la manera en que suda, el modo en que desempeña su labor en silencio; el aspecto de hombre de otro mundo que brinda su espectáculo me conmueve. Mientras la procesión se detiene en la estación para alzar los rezos y escuchar al padre, le pregunto al muchacho si se molestaría en que le ayudara a cargar la cruz. Por su expresión me doy cuenta que no se esperaría ese detalle de mí pero sin embargo acepta el ofrecimiento.

Llevaba la cruz en medio de la procesión. La gente tenía cuidado en no tropezar conmigo o en atravesarse en mi camino. La cruz en un primer instante no me pareció particularmente pesada, pero con el tiempo cargándola la sentía más pesada y hubo un momento en que llegué a pensar que tal vez un niño travieso se había subido encima porque pesaba como si tuviera un cuerpo humano. La carretera destapada a veces me ponía problemas por una roca o un hueco bastante pronunciado. Quise sentir cómo se debió haber sentido Cristo en ese día tan crucial para la humanidad, el deber interno que le guiaba hacia su propia muerte como hombre, el peso de la cruz con todos los pecados del mundo en ella. Me di cuenta que era imposible tratar de sentir cómo ese hombre había sentido e igual de necio tratar de aventurar sus pensamientos. Dejó las palabras, sus hechos, su promesa y su gloriosa resurrección, pero incluso en aquellos instantes tristes y oscuros poco se sabe de la actividad interior del hijo de Dios, el rey de reyes.

Al llegar a la quinta estación le devolví la cruz al muchacho que con la misma determinación la volvió a poner en su espalda. La quinta estación versaba sobre el momento en que Simón de Cerene fue llamado a ayudar a cargar la cruz a un Cristo ya desfalleciente y agotado. Cuando era niño creía que Simón le había ayudado al Señor de manera voluntaria, con un espíritu de verdadera piedad y compasión por el condenado por los hombres. Pero en la Biblia queda claro que fue obligado. Más que un acto de generosidad y bondad ahora lo veo como un ejemplo de la mezquindad y el egoísmo de los hombres que jamás se ofrecerán por su propia voluntad a aliviar el sufrimiento del otro, a reconocerse en la cruz del prójimo, en tratar de entender el peso de otra vida. Me gusta pensar a veces que Simón de Cerene era el diablo, al que los guardias también obligaron a la fuerza a cargar por un instante el peso de la cruz. Y me gustaría que el diablo hubiera sentido el sudor y la sangre de Cristo en su piel, y que hubiera visto el rostro de Cristo, abstraído y delirante, y hubiera sentido envidia de ese dolor, ese sufrimiento tan desgarrador, con el que el hijo se comunicaba con su padre.

Todo está cumplido

Al mediodía llegamos a la montaña. A primera vista parecía un cerro más bien insignificante. La primera montaña o la última, depende de la manera en que se vea. Más allá de este cerro se abre toda la cadena montañosa andina desde el departamento de Boyacá. Veía a la gente subiendo como cucarachas por las paredes del cerro. Una vez me acerco al cerro veo que a pesar de su pequeño tamaño, para alguien que está acostumbrado a vivir en el interior y habérselas con montañas monstruosas, está lo suficientemente empinado como para dejarlo a uno lo suficientemente agotado.

No di más de dos pasos y me encontré con la hija de los compadres de mi mamá. No la reconocí pero ella, muy familiarmente, se me acercó y me preguntó si ya no daba más. La verdad es que estaba tambaleando un poco pero apenas empezaba y no estaba tan mal como ella me hizo parecer. El comentario me molestó así como su intempestiva confianza que me resultó difícil ubicar rápidamente. Todo lo que duré dudando fue lo que ella estuvo cerca a mí y luego que le fui a decir hola ella ya estaba dos metros arriba mío. Me molestó la situación porque siempre he dado la impresión de ser atontado y lo que me acababa de suceder no ayudaba mi imagen personal. Será que la gente actúa conforme el concepto que tiene de uno y a partir de él le inducen a uno a seguir ese mismo patrón? De alguna manera debe ser así para que no se pierda el equilibrio en el universo de las apariencias en que mucha gente habita.

Una familia iba subiendo alegremente la montaña y las niñas rodeaban a sus cansados padres a punta de monerías. Subían y bajaban haciendo alarde de toda la potencia y energía de sus tempranas edades. Finalmente el padre tuvo que hacer una pausa en el camino para retomar el aliento. Se sentaron en una roca, y alegres empezaron a bromear. Era tanta la dicha de una de las muchachas que sin darse cuenta soltó un estruendoso peo que la hizo sonrojarse de inmediato y a todos callar por un instante y verse los rostros. Finalmente, no habiendo más que hacer, todos soltaron la carcajada junto a la muchacha que se cogía la cara con las manos por la pena que le había dado su cuerpo. Era un día espléndido, con un sol amable que apenas permitía sentir su presencia. Las montañas de un verde vibrante. Yo subía tomando nota de toda la perfección reunida y presencié la escena del bochornoso peo. Ellos siguieron bromeando y haciendo mofas, yo seguí derecho mi camino. Pensaba en los recuerdos. Este día tan hermoso quedará grabado en la memoria de esta muchacha cuando ya sus padres hayan muerto? Porque seguramente este es un día que vale la pena recordar. Yo lo recordaría como el día de la viacrucis con mis padres antes de que se murieran. El peo, en concordancia, entraría en el recuerdo? La manifestación ruidosa del ano haría oscurecer el recuerdo manchándolo de vergüenza? O, por el contrario, se vería como otra libertad de la infancia? Es decir, el peo se asumiría sin vergüenza y se recordaría con cariño hasta este pequeño impasse?

El cuerpo habló, seguí pensando mientras subía. Finalmente lo que nos rodea y nos parece precioso en este momento es la naturaleza y reconocer la naturaleza es también reconocer los desperdicios de la naturaleza, su muerte, conviviendo conjuntamente con el esplendor de la vida. Somos naturaleza, pretendemos amarla, pero sin embargo, al pretender ser racionales nos avergónzamos de nuestra animalidad. Y hemos creado un sistema de expresión en detrimento de nuestro propio ser natural. Hemos dado mayor importancia a ese ano con dientes que parlotea sin sentido, olvidando que portamos un ano portentoso y que alguna vez también fue un elemento de comunicación. La boca y el ano, dos caras del mismo sistema, deben desaparecer para que nuestra raza persista. Nos debemos alimentar por la nariz, creando químicos para este fin y olvidarnos de todo lo que tuvo que ver con intestinos y tripas, es decir, clausurando para siempre la boca y el ano.

Vivere Vivere Igitur Amas
Amas Credamus
Credamus Deum Ad Futurum
Futurum Immortalis
Est Animus Humanus
Immortalis Est Animus Humanus

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu

Al llegar a la cima, vi cómo los hombres posaban sus manos con fervor sobre la cruz instalada hace poco en lo alto de la montaña. También habían niños, unos por cuenta propia, otros obligados por sus padres. Me acerqué y también sujeté fuerte la cruz y levanté mi oración hacia el señor. Desde allí pude ver todo el horizonte de los llanos que se perdía en la mirada. Una tierra hermosa en la que he nacido, pensé. Todos esos terrenos verdes, los ríos que serpenteaban los caminos, las trochas de arena. Es una tierra que me recuerda la muerte y me hace recordar una espera, una promesa. Quise sentir lo que pensó Moisés al ver la tierra prometida y saber que moriría antes de llegar allí.

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Anochecía y quise visitar a mi abuela Cottom. Partiría el día siguiente y quería compartir con ella un rato. Me encontré con mi primo Da de casualidad en la calle, él iba manejando la moto y le dije que me llevara. Al llegar se encontraba mi tío J, sin camisa, viendo una película religiosa de semana santa, con más cara de aburrido que de interesado. Allí también estaban dos o tres niños de la cuadra. Desde que tengo memoria y desde antes de tenerla, siempre han habido niños y animales en casa de mi abuela. Mi abuela ejerce una influencia especial en las criaturas del señor que les hace anhelar su compañía. Recordé las tardes enteras de mi infancia que pasé junto a ella, en la mecedora, viendo algún programa de tv o leyendo, o sencillamente viendo la tarde pasar afuera de la casa.

Se estaba alistando y cuando salió de su cuarto me preguntó si la acompañaría a la misa de la noche. Estaba cansado y no tenía muchas ganas de ir. Al momento llegó José, quien la acompañaría también, pero mi abuela tenía un serio interés en que fuera yo quien la acompañara, tal vez porque José todavía era muy niño y quería estar al lado de alguien más grande. Le dije que la acompañaría hasta la entrada de la iglesia. Llegamos a las 6:30, hora en el que el anterior cura abría las puertas, según mi abuela y José. Al anterior padre lo habían matado y ahora el nuevo padre era una porquería, porque alargaba muchos los sermones y era muy perezoso a la hora de abrir la puerta y tocar las campanas.

Como la puerta seguía cerrada mi abuela me propuso que dejáramos mi bolso en casa de mi tía N y la acompañara finalmente a misa. Cómo negársele a esta dulce mujer? Fuimos a casa de mi tía N, allí la conduje al cuarto donde se encontraba mi papá para que lo saludara y, después de arreglarme, volvimos de nuevo a la iglesia que aún permanecía cerrada. Allí estaba la señora P. Me volví a saludarla pero no sabía quién era yo. Se acuerda de mí? Estuve en diciembre en su casa, con mi hija y mi mujer. Ella me preguntó si ya tenía hija. Aburrido le contesté que sí de mala gana y me despedí de ella. Finalmente abrieron las puertas de la iglesia. Mi abuela tenía especial interés en entrar rápido para conseguir puestos. Nos sentamos en la nave central. Luego de veinte minutos aún quedaban suficientes puestos como para un batallón. Allí permanecimos un rato en silencio; mi abuela, José y yo. Unos puestos atrás, en la nave del otro lado, una hermosa mujer de mi edad capturó mi mirada. Mi abuela se dio cuenta de la mujer a la que veía y también la miró. Me sentí incómodo por esa evidencia de lujuría en mí revelada por encima a mi abuela. Pero a veces me ganaba la atracción hacia ese rostro femenino y volvía otra vez la mirada. Al poco tiempo llegó un señor que conocía mi abuela. Mi abuela me lo presentó y yo lo saludé cordialmente. Luego volvimos al silencio; mi abuela, José, el señor y yo. El sacerdote demoraba y aún no tocaba las campanas reglamentarias. Los ventiladores permanecían apagados y con el tiempo se apagaron también las luces. Eran las 7:30 y la misa que debería empezar a las 7 no empezaba. Volví la mirada hacia mi abuela y estaba dormida. José también empezaba a cabecear. Recordé que la hora en que se acuestan por lo general en la cuadra es a las 7 de la noche. Así que le propuse a mi abuela que mejor nos fuéramos, que hoy se demoraría en empezar la misa. Ella se dio cuenta de lo mismo y me dijo que era lo mejor. Caminamos abajo por la calle hacia la casa de mi abuela. El pueblo cubierto por la penumbra. Los pocos faros que funcionaban daban una peor apariencia que si estuvieran apagados.

Bajábamos la calle, mi abuela, José y yo. Cuando dejé a mi abuela en la casa, ella le ordenó a José que me acompañara de vuelta a casa de mi tía N. Le dije a José que no era necesario pero en seguida comprendí que él quería respirar un poco de la noche también. José me dejó en la esquina de la casa de mi tía, le di las gracias y en vez de ir a la casa de mi tía N fui a un puesto a comer buñuelos.

1 comment:

Anonymous said...

Muy sentidas tus siete palabras. Es la perfecta descripción de Saravena. Respiré de nuevo el aire de sus calles en las noches, vi el rostro amable de tu abula asomándose al portón de su humilde casa, vi los niños corriendo por la casa, la pequeña iglesia, la tristeza del pueblo durante la noche.
Qué pasó al fin con La Zona, sigue acordonada, sigue siendo esa brecha en el tiempo de la vida de S.?
Me gusta la forma en la que cuentas tu procesión por las montañas, te veo ahí, cargando la cruz y se me encoge el corazón Luis.Finalmente así eres tú, con tu silencio, tus tiernas reflexiones, tu misticismo.

Muy divertida la escena de la chica del pedo, me recuerda la expresión que Milán Kundera usaba para describir esas situaciones, La inmortalidad ridídula sería entonces la que viviría esa chika de pueblo luego de ser recordada por un momento vergonzoso.

Quisiera regresar a S. algún día, ojalá no muy lejano
Gratos recuerdos, Lu.

Con cariño,
Kira