Sunday, January 20, 2008

la nueva noche

Luisa atravesaba vastos campos adentrándose por las llanuras del Casanare. La crin del caballo ondulaba con el paisaje y golpeaba sus firmes brazos. El sol moría en la negra cabellera. Su pálido rostro resaltaba como un sol en el cenit de su vida bajo el agobio de una atmósfera renacida. De nuevo era una niña en el vasto campo que se abría para ella, montada en un recio caballo que dirigía a galope constante, el infinito celestial se abría y parecía no tener fin sino en el final del horizonte. Luisa resulta que no eres la niña corrompida que galopa por las llanuras del Casanare. Luisa se arroja boca arriba en un descampado del camino a contemplar las tempranas estrellas que ya aparecen en el firmamento de la tardía tarde. Son todas ellas soles, con inocencia muerde una raíz y estira sus largos brazos, son todas ellas días prometidos. El último refugio de la devastación es el paraíso de la inocencia. Para ellos, los animales que habitan en esta extensa lejanía, no ha pasado nada que pueda competirles, aún cuando todo les compete, primario combustible de los hombres. La verdad es que apetece morir en esta ráfaga de viento cálido. Los días de acero se acercan. El olor a muerte, a sueños de terneros amputados, el jabón de la sangre fresca, un ojo que aún no se cierra. Deja que la tierna res entre en ella y adentro siente con gusto como sus jugos gástricos se encargan de comprimir con toda fuerza el resto de la carne. Ella es la carne del ternero y vuelve a mirar a las estrellas de la noche con agradecimiento por brindarle semejante amante. La comunión con la bestia la hace una vez más poderosa en las extensas llanuras y vuelve a retomar el galope de su caballo fiel. La noche se hace más espesa en la sabana y una comparsa de lechuzas adorna como una corona el delicado paso que se abre en la sombra. Los caños como espejos que los cascos del corcel dividían infinitesimalmente al contacto con níveas rocas que resguardaban la promesa del despertar en tiempos mejores. Luisa se apea en el cadente llanto de la ribera y desnuda sus firmes pechos a la expectante luz del astro selenístico. Bajo su falda un monte endiablado devora las turbulencias de las cavilaciones de los embriagados sueños. Totalmente desnuda se sienta a contemplar el destino que presuroso sigue el aniñado caño. Su larga mano delicada se sumerge en el abatido elemento y se adueña de una larga rama que dormita bajo su lecho. La rama de un verde petróleo brilla como joya enseñoreada de la nueva noche. La arranca como un beso y la acaricia con la rosada vulva que se debate entre el enloquecido monte oscuro. El espíritu del caño, como un juego de chispas que juguetea en el centro de la corriente, arremolina la larga cabellera de la caliente loba y acaricia una tierna brisa con el susurrar de una vieja sabiduría. Un vehículo astral desciende a la orquestación lúbrica y respetuoso de no ocasionar ninguna molestia se sienta al lado de la muchacha para atestiguar un celestial orgasmo entre Luisa y la ramita verde. Son los seres que vinieron desde otro tiempo. Otra galaxia que vino a través de la noche. Luisa se masajea los suaves muslos y cómo quisiera que viniera ese macho cabrío a penetrarle su cándido culo para cerrar la noche con un estruendoso grito que rompiera la fantasía de la noche. Un pez lame el ano de Luisa mientras la rama le penetra constantemente hasta provocar la sangre por ruptura. La sangre navega por el interior del caño y los elfos que se laceraban las espaldas se masturban con el penetrante olor de muerte que les llega desde la otra orilla. El caballo se erecta y empieza a jadearse en regocijo al ver la rendición de la muchacha. Eyecta un potente chorro blanco a la nitidez de la noche y escucha las campanas de su propio vigor sañudo. Luisa convulsiona una vez más en su ardor frenético de ser poseída por el espíritu de la materia negra del universo. El caño limpió los últimos rastros de sangre. La luna brillaba sobre la copa de los sabinos enrarecidos. La sabana se extendía hasta el horizonte y el horizonte era implacable en contagiarte de su tristeza. Yo amaba a Luisa hasta los cojones. Un día supe que se tiró de un caño y no se volvió a saber más de ella. Se encontró su fiel compañero. Enloquecido, boca arriba, contemplando las estrellas. Luisa sucede que te llamabas Nadia.

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