Sunday, February 01, 2009

Máximo

Las manchas de sangre en la cara debieron advertirme el curso funesto en que desembocó la noche. Voy al lavabo y me observo, un ligero corte en la ceja; la sangre es escandalosa pero no al nivel que me gustan los escándalos. Otra pelea de las que vengo cazando desde el incidente con Bliss. Estoy enfermo, paralizado en la cama, confinado a mis propias náuseas. No poseo ventanas y es algo con lo cual estoy conforme, puesto que no deseo saber del mundo externo. Las ventanas son para criminales; lo mejor que puedes hacer es liberarte de las ventanas.

Aquel día me había puesto mi sencilla ropa de ciudad, había pedido huevos rancheros en la Rioja, y examinaba con atención los clasificados para trabajo pero como siempre el único tipo de empleo que parecía proveerse desde aquellas hojas era el de prostitución y todo tipo de mercado sexual. Arrojé el periódico a la canasta de la basura y observé la manera en que la cajera me observaba, oculta detrás de su caja, con un ligero gesto de coquetería proveniente más desde la intimidación que del gusto. Volví mi atención a los huevos rancheros y empecé a comerlos manifestando un asco general por la acción de deglutir. ¿Cómo se puede manifestar el asco hacia el natural acto de deglutir? Levantas el tenedor, empiezas a mascar como reprobando tu existencia y con ojos de condenado agachas la mirada como si te avergonzaras de tener que defecar. Luego tragas y sacas la lengua, un poco negra del frío, y te quedas con la lengua por fuera durante unos 30 segundos. Repites la acción de levantar el tenedor, mascar durante largo rato un viejo chicle que habrás de cagar y vuelves y sacas la lengua. Esa es mi manera de comer y de ver el mundo, sobre todo los huevos, cuya textura viscosa me provoca náuseas, pero no puedo parar de comerlos y siempre que puedo pido huevos revueltos. Cuando veo los huevos revueltos servidos me sonrojo y vuelvo la mirada hacia alguna cajera que me ve coqueta detrás de su caja, luego levanto el tenedor, miro el trozo que está en su punta y lo pongo en mi boca, empiezo a mascarlo lentamente sólo para lograr irritarme aún más, cuando ya no siento el sabor de muerto del huevo lo trago y entonces saco la lengua y duro con ella por fuera unos 30 segundos, hasta que me repongo y entonces la vuelvo a meter a mi boca, que a esta hora ya me sabe inmundo, y vuelvo y tomo otro pedazo de huevo con el tenedor no sin antes volver a ver a la cajera que ahora me observa entre la sospecha y el asco que le produce mi manera de comer y ver el mundo.

Mi nombre es Máximo y mi cuerpo parece hacer honor a él. Soy un elefante, así me llaman por la exhuberancia de mis músculos y mi cuerpo. Cuando niño el zapatero me obligaba a pelear con los otros niños de la calle. Sólo perdí una vez y no precisamente con el más fuerte. Fue su rostro el que me paralizó. Supe enseguida que no podría pegarle a un muchacho con un rostro como aquel. Me quedé absorto en su fina boca, su nariz como trazada por un gran escultor de una edad de oro de una humanidad digna. No pude hacer nada. El muchacho se me acercó y me golpeó lo más fuerte posible en el estómago. No me dolió. Luego me propinó un puñetazo en la nariz que me la quebró. Yo estaba paralizado por su belleza. Cada vez que arrojaba su violencia sobre mí era como si un castigo divino me llenara. Quizás se debía a la satisfacción que me producía el verle descargando toda su rabia indignada contra mi fealdad la que me paralizaba. Yo me mantenía inerme, siendo castigado, golpeado, pero aún erguido, como una momia estúpida, mientras el muchacho me insultaba y me pateaba. Como no caía fue por una tabla y me la puso en la cabeza. Caí desmayado. Cuando me levanté el muchacho no estaba, el zapatero remendaba mi herida con la aguja con la que hilaba el cuero y me reprochaba el haber sido tan marica de no haberme defendido. Yo no pronuncié una palabra. Por la noche fui hasta la cancha del parque del barrio y allí me tapé los ojos, apreté bien duro mis muelas y traté de no llorar, de contener mi pena. Fue imposible, porque el dolor parecía venir desde adentro y rebosarme, entonces me escuchaba gimiendo y temblando, porque era todo lo que podía luchar contra ese desvanecerse, y empezaron a caer las lágrimas de mis ojos, de mis ojos de elefante y sentir el dolor del mundo cayendo sobre mi gigante cabeza hueca, que como decían, no valía nada, ni un centavo.

Pronto supe que el mundo de los hombres modernos estaba dividido en dos tipos: el de los niños bonitos y el de los guerreros. Si no eres ninguna de estas dos cosas te devorarán como yo devoro mis huevos. Prometí no volver a perder peleas y pretendí ser malo. Un día en que un obrero almorzaba de su coca le pedí que me diera el huevo frito que tenía y como no quiso dármelo le golpeé los riñones y el pecho hasta hacerlo desfallecer. Cuando llegué a la casa, a punta de eructos y pedos por haberme llenado con toda la comida del idiota obrero, mi madre me abrazó y me pidió que dejara de ser malo porque ella se estaba muriendo de amor. Le pregunté cómo era eso de morir de amor. Entonces levantó su blusa y me mostró su vientre henchido con una gran protuberancia oscura. No pude llevarla al hospital porque no tenía dinero. Le preparé una aguapanela y se la di mientras ella ardía en fiebre. Lloró hasta que por fin su alma se fue y me dejó sólo con mi cuerpo de elefante que esta vez no supo llorar. Me quedé observando su cara agotada, como aliviada por fin con el eterno sueño, y le cerré los ojos, le besé la mejilla y supe que no era un hombre malo.

Me fui a caminar queriendo llegar al fin del mundo y arrojarme desde ese gran abismo hasta el infinito en donde vuelan dragones y genios. Era un guerrero sin la fuerza necesaria para enfrentar la muerte. Llegué hasta donde un viejo brujo mexicano que me dijo que dejara de buscar el final del mundo en las calles o en los vastos desiertos del continente. El fin del mundo, según él, era el orificio sangrante del cual alguna vez fuimos arrojados a asumir el dolor inexorable de la vida. En las noches a veces me encojo, trato de extraer algún calor de mi piel y siento miedo al recordar las palabras del viejo brujo y recuerdo su mirada nostálgica, en la que prometió llorar por mi vida, y yo, en posición fetal que llaman, en posición fatal, en posición fatal siento frío, como si estuviera enfermo, paralizado en la cama, confinado a mis propias náuseas.

A Bliss la conocí aquella misma noche en el bar. Una joven con una hermosura que hería los ojos. Su cara aún no despertaba de los tiernos sueños infantiles, en cambio su cuerpo era un renacido vigor del plano femenino del cosmos. Me veía desde el extremo pero yo no podía sostenerle la mirada. Bajaba mis ojos y meneaba los hombros al ritmo de la música electrónica. Ella se acercó y me preguntó por qué esa soledad tan elucubrada. Volví la vista a un lado y le pregunté:


- Te llamas Cielo?
- Oh no, no hago parte de otra de tus alucinaciones etílicas. Mi nombre es Bliss, como bendición en inglés, mucho gusto. Puedes mirarme fijamente.
- Eso sería doloroso.
- Qué cosas dices!

Los amigos de Bliss la llamaron y empezaron a bromear. Yo me mecía por los prados de un paraíso lejano, me mordía los labios y empezaba a sentir la desintegración de la materia. Era posible ser desgarrado por el aíre y elevarse hasta las estrellas. La conversación con Bliss fue imaginaria y ella desde el extremo trataba de sostener su mirada en la mía, pero para mí era tan doloroso como fijar la vista en un sol de verano. No soy digno, pensé.

Un elefante en órbita. Los hombres a punta de tecnología de punta lograron la conquista al espacio. Las naves volaban a dimensiones inimaginables siguiendo estelas de antiguos reyes astros solares que murieron en un resplandor de primavera. El elefante es un animal exuberante que antiguamente fue considerado divino. Algunas religiones hindis en su visión del universo sostenían que éste era sostenido por un elefante. Cada vez que se removía de tristeza este universo era porque el elefante se estaba moviendo, pero por lo general mantenía bastante quieto y satisfecho en su postura natural. Cuando mi corazón se agita trato de no causar daño, de reservarlo al mundo y me encierro en los baños de los bares donde siento que se me anuda la garganta. Alguna vez me caí al suelo en un bar convertido en un Salto del Ángel del fracaso, empero el Sol siguió alimentando al clavel y eso me llenó de una alegría inconmensurable que me volvió a embargar de llanto.

Al salir del bar Bliss hablaba con un chico hermoso al que llamaban Kike. El muchacho usaba una camisa blanca con cuello en V. Una barba de tres días bastante conservada que le daba a su cara de niño una cara de adultez irresistible. El cuerpo del chico era algo más que una promesa de felicidad. Tenía buen gusto musical y una biblioteca aceptable en la que tenía un Moby Dick apenas ojeado y una Rayuela devorada. Le gustaba cocinar y la fotografía. Kike tenía una inteligencia visual increíble y osada. Al ser él también un astro nada le impedía mantener la vista en el radiante ensueño de Bliss. Hablaban sobre cine y los métodos de actuación. Yo era un elefante en órbita.

Me acerqué con pasos de elefante enfermo y viejo camino al cementerio de elefantes y le dije a Bliss:
- Ten cuidado con Kike, es un gilipollas. ¿Sabes qué es un gilipollas?
- Sí – me respondió y me hizo un gesto que me hizo comprender que entendía que gilipollas era un guevón.
- Sí – seguí diciéndole- No te vayas a enamorar de él. Eclipsa toda tu belleza

Ellos siguieron charlando y yo me fui a casa, reprochándome el dolor engendrado al haberme expuesto al sol de frente. Al llegar estaba sonando el teléfono. Se trataba de Aura, quien me decía que estaba con un chico hermoso y se sentía feliz, pero no quería casarse porque someterse era para perdedores. “Lo mejor es ser una material girl”… y todos sabemos lo feliz que es Madonna, seguí con el pensamiento.

1 comment:

Anonymous said...

http://www.youtube.com/watch?v=Bb_MSklxNNo&annotation_id=annotation_145915&feature=iv

that bitch aint a part of me