Thursday, February 26, 2009

nostalgia



Existen palabras fundamentales. Ellas escapan de los usos ordinarios. Ellas rodean nuestra experiencia, la observan, se alejan de ella desde una distancia prudencial. Nosotros no podemos acceder a ellas. A esas palabras. Corremos en torno a ellas. Nos agitamos al intuirlas. Alucinamos ante su proximidad: nunca las poseemos en su distante danza. También creo que existen palabras importantes. Impregnadas de una solemne seriedad. Son de naturaleza delicada y vulnerable; si el hombre dirige su mirada a ellas las hiere, desgarra su impalpable velo. Estás dormido y la palabra te acaricia la frente, te observa un rato con una risa en sus labios y cuando presientes su mirada se desvanece en la penumbra de la que proviene. Eres un hombre desgraciado. Te levantas, sudado, envuelto en las pesadillas de las noches, falto de tacto hasta para saludar el día y ahí está de nuevo su ausencia; en tu corazón la carencia de esta dulzura que te pudiera acompañar a dar un paseo por el gélido firmamento matinal.

La espero sentado en las gradas de las canchas de la Universidad. En mis manos noto un ligero temblor. Debo disimular al máximo. No sabía que era de color gris hasta aquella mañana. Resulta que soy un hombre grisáceo, mis ojos son negros, por supuesto, pero mi carne es gris y contrasta al azul del cielo de esta mañana. Allá viene ella. Puras risas en su corazón infantil.

La noche pasada me había sentido terrible. Acudí a urgencias y las enfermeras me dijeron que debía tener paciencia.

Nos tomamos una gaseosa al frente de un parque verde. Ella me habla de su nuevo trabajo, con emoción; yo asiento a todo. En aquella esquina una amiga mía había abortado hace años. Ahora veo la esquina y no la escucho a ella mientras me habla. Recuerdo que aquella mañana Juliana, como se llamaba aquella chica, me pidió prestado dinero para completar lo del aborto. Le dije que respetaba su decisión y que no debía sentirse culpable por tomar las riendas de su destino, pues en aquel entonces para mí en eso consistía ser libre: oh pobre diablo! Por otra parte, la mayoría de muchachas actualmente abortan: para ellas es tan natural como dejar un novio o escupir un pedazo de carne rancia. Sobre las calles de la candelaria soplaba una espantosa brisa que te hacía crujir los dedos si te molestabas en doblarlos. El cielo sobre las montañas azules parecía un antiguo caballero embadurnado de petróleo. A lo lejos se lograban dilucidar las primeras estrellas que desconsoladas lloraban en el fulgor de sus radiaciones el destino de sus pueblos australes. Aquella noche habría de haber eclipse de luna pero, contrario a lo que sucede en tales fechas frente a estos “espectáculos de la naturaleza”, a poca gente parecía importarle el jodido eclipse. Uno se podía asomar a las calles y ver a la gente repantigada en sus chalecos de gamuza pretenciosa. A pesar de que era joven, bastante joven ahora que lo pienso, no tendría más de 22 años, me encontraba fatigado, completamente agotado de píes a mollera. Quería perderme. Acostarme en un lugar oscuro y silencioso del vasto universo en el cual nadie pudiera encontrarme y sin embargo no encontraba este espacio. La poca gente que aún quedaba a esta hora de la noche era lo suficientemente ruidosa y sus miradas tan desagradables que me sentía asqueado de todo en absoluto.

No quería seguir subiendo y bajando la misma estrecha calle del centro de la ciudad y dispensaba un descanso a mis inquietudes.

Entré a una vieja arepería y pedí una arepa y una pepsi-cola. Mientras preparaban mi pedido, podía ver, desde atrás de la espalda del muchacho que en silencio volteaba las arepas de un lado para otro, la oscuridad nebulosa que acecha los contornos de la homicida montaña que caracteriza a esta ciudad fea y vomitiva. Ociosamente sostenía la pajilla en mi boca sin separarla de la botella mas sin chupar de ella.

Cuando por fin la engalanada amiga Luna salió de su vergonzoso hospedaje para escupir su desdén a la ciudad escuché el lejano llanto de un niño que era despedazado desde antes de su nacimiento. No sabía qué sentir por él. Si pesar u orgullo. No sabía qué pensar de mi amiga; yo la había apoyado en su “decisión”, como si se tratara de una mujer digna y respetable aún cuando no fuera más que una ramera que consideraba tener un hijo un obstáculo de una larga y prominente carrera para satisfacer su sed de devoravergas y sólo pensara en la satisfacción del placer carnal, comprendiendo todo ese artilugio de vanidad femenina atropellarse por una musculosa espalda de cualquier patán y por fin llegar a la cúspide del discurso de liberación femenina en la exaltación grotesca por no ser más que el tapete que todo hombre pisa y escupe para seguir adelante, como si fuera un gol celebrado, una confirmación de su virilidad despreciable. Ella seguiría ese curso y entretanto a su hijo, en su propio vientre materno, le mutilaban ora un brazo ora una pierna, ora un sol, que sería el ojo de los sueños, le era succionado. Ese llanto se incrustó terriblemente en mi cabeza y me sentí amargado como nunca y aún cuando recuerdo que para ese entonces era joven, sentí una náusea terrible y un sentimiento de agotamiento que expresaba ese poco ánimo por seguir viviendo y respirando este ambiente tóxico. A pesar de que era joven y estudiaba filosofía, lo cual fácilmente me podía conducir a ser un perfecto cretino, no me sentía lo suficientemente cínico para sentir que me hacía feliz el despedazamiento de una criatura humana, aún cuando esta criatura seguramente hubiera sido horrorosa, tan brutal y estúpida como sus adolescentes padres y seguro, de haber nacido, se hubiera sentido digna de haber nacido y viera al resto de seres humanos por encima de los hombros, arqueando una ceja y estirando la jeta, hablando como una estúpida masa parlanchina: pero algo aquella noche no me hacía sentir feliz de saber mutilado a un feto.

Invito a mi amiga a caminar por las viejas casas. Suena el celular. Es su novio. Ella empieza a contarle lo mismo que hace un rato me comentaba sólo que acompasado de empalagosas palabras cursis. Siento la necesidad de abstraerme de nuevo.

Ella está al frente mío, habla de las cosas que se hablan, tiene sus opiniones, su manera de expresarse frente a los otros y enfrente de sí. ¿Para qué la gente se encuentra con otra gente? ¿hay algo de lo que hablar? No estoy seguro. La gente se encuentra con uno y al tiempo terminan molestos.

Mi amiga dice que debe irse. Camino solo por la carrera 13 un buen rato. Me gusta caminar por estas aceras. Alguna vez un hombre me pidió que fuéramos a meter cocaína a una residencia, le dije que otro día. Otra vez un señor me enseñó todos los puntos que acababan de cogerle producto de un ataque con navaja el día anterior.

A veces recuerdo a Nadia.

Ella sale del teatro; al verme corre a mi lado y me abraza. Luego se suelta de mi cabeza y empieza a contarme la función. Yo la escucho sin ninguna atención particular en lo que me dice. Salimos a caminar un rato. Ella está radiante, feliz, casi saltando. Dice que ama la envoltura espiritual de los movimientos dramáticos.

En el café Astoria está Angelo, Laura y Marilyn. Siempre acalorados, vibrantes en sus inquietos cuerpos.

- Los ojos de millones de habitantes del orbe están sobre nosotros. No existen espacios íntimos. Aquellos que llamamos tristeza son los ojos del observador.

Salimos luego de un par de cervezas.

Una delicada llovizna sobre nuestros cuerpos.


Piamba habitaba en la luna. Padecía una extraña enfermedad que lo postraba en la cama. Veía el verano a través de su ventana y se preguntaba qué pasaría en aquel planeta azul que tanto admiraba. Su escritura sobre la diversidad biológica en los planetas exogalácticos era abrumadoramente tierna. Era el escritor favorito de los niños en la tierra y, sin embargo, él no conocía aquel planeta azul y no estaba en sus planes hacerlo por ahora debido a la enfermedad que padecía.