Tuesday, October 16, 2007

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NO EXISTE UN PUNTO DE EQUILIBRIO ENTRE EL AFUERA Y EL ADENTRO QUE SE PUEDA SUSTENTAR SATISFACTORIAMENTE.

Aquellas calles a las que por ordinario acostumbraba a caminar eran pródigas en horror y misterio. Las miserias humanas eran exhibidas sin pudor alguno sobre las aceras, los corredores y las esquinas. Abrumado por espantosos chirridos de puertas, el chasqueo de la tenue llovizna sobre los añosos tejados y los ágiles pasos de algún gato sobre los antejardines decidió apresurar disimuladamente el paso. Mas esta noche parecía más tenebrosa que cualquier otra y terribles presentimientos parecían guarnecerse tras el rabillo de sus ojos.
Debajo de una leve llovizna, de apariencia inquietantemente inofensiva, la arquitectura de imitación inglesa le penetraba con una indeterminada sensación, por completo nueva a su habitual indiferencia por la configuración de las formas que le circundaban.
Esta vez pudo localizar la dirección de un nuevo chirriar de puertas. Al ver el interior le cautivó una figura femenina que apenas se podía imaginar, por lo cual se vio obligado a detener su atención en el cuadro. En efecto se trataba de una joven dama que gesticulaba de una manera sobreexagerada. Jeremías no podía reprimir esa ansía por llegar a la verdad inherente de la extraña escena.
Un paso hacia adelante le descubrió la parte oculta del cuadro. Otro joven, que al claroscuro de la noche sugería apariencia de desharapado, gesticulaba de igual manera y apenas podía expresar monosílabos y balbuceos.
Visiblemente conmovido por la desesperanzadora escena, Jeremías decidió emprender nuevamente el viaje de regreso a casa. Volvió a bajar la cabeza, esmerándose con todo el corazón para no prestar demasiada atención al curso de sus agitados pensamientos en la oscuridad de la noche. ¿A qué lugar desquiciadamente alumbrador podría llevarlo su cabeza en una noche tan triste como la que andaba? Mejor no pensar y seguir de largo, decidió y así lo hizo.
A su paso tropezaba con borrachos y hombres lo suficientemente drogados como para precavirse de ellos. Unos ni siquiera le inspiraban sentido de alarma puesto que ya no tenían fuerza ni para sostenerse ellos mismos. Pero entonces les veía en la cara el abandono moral al que se sometían y prefería volver a cruzar la acera.
Todas estas calles a las que estaba acostumbrado a recorrer camino a casa eran la evidencia más clara de la decadencia espiritual de sus habitantes. Y el terror que lo poseía, particularmente esta noche, quizá manifestaba un rasgo de debilidad imperdonable en su carácter. Un niño travieso que se encontrara despierto a estas altas horas de la noche podría gastarse una buena broma sólo con tomarle sigilosamente del hombro: con toda seguridad vería al robusto Jeremías gritar como niña o echándose a la carrera como un colegial cobarde.
En un instante sintió que alguien le seguía sus pasos. Al girar discretamente la cabeza creyó reconocer un fornido hombre tras sus pasos. No caería en el absurdo de revelar su instintivo miedo echándose a correr sin razón alguna. Agilizó sus pasos hasta donde pudo para tomar ventaja del desconcertante acechador nocturno. Cuando lo creyó perdido volvió a tomar el ritmo.
Un breve destello blanco que apenas distinguió en su campo de visión le alertó nuevamente que las cosas no iban por buen camino. En este punto, conectado de la forma como estaba más con su corazón que con su cabeza, pudo comprobar con algo de extrañeza no el espanto sino la insondable tristeza de la presa. Más que pensar, sentía algo que traducido a palabras podría ser: ya no hay nada más que hacer, todo está perdido.
No sé si entiendan plenamente el sentimiento de Jeremías, no era completamente desesperanza sino algo parecido al desamparo y al desalojo.
Fue entonces cuando se produjo el encuentro en medio de las afables gotitas de lluvia que apenas se sentían esa noche.
Jeremías adelantaba sus pasos de un modo frenético hasta que tropezó con una prominencia impredecible en una abandonada calle estrecha. Se intentaba recuperar con pudor de la penosa circunstancia cuando, a la altura de las rodillas, se percató de la extraña depresión animal que tenía casi al frente suyo. Era un extraño hoyuelo con cualidades casi orgánicas que parecía respirar, como si de verdad estuviera vivo.
Lo trató de alcanzar para detallar mejor cuando algo que venía del interior de este mismo hueco lo alertó:
No me toque!
¿Cómo así que habla? Pensó Jeremías y se acercó más para comprobar que no se trataba de un dispositivo electrónico con una cubierta similar al cuero.
Tiempo sin verlo, frente a frente Jeremías.
Jeremías creyó caer en los abismos más oscuros de la locura al escuchar a esta monstruosa depresión proferir su nombre ¡así, tan familiarmente! Sin lugar a dudas se trataría de una broma, de un malentendido, de algo que seguramente tendría su razón de ser en un futuro bastante próximo.
¿No me reconoce? Sin rodeos le cuento que soy su culo, en persona.
Jeremías pensó en los chascarrillos infantiles, en las vulgaridades de la adolescencia, en las perversiones de la edad adulta, pero nada se le asemejaba tan obsceno como lo que recién acababa de escuchar, salido de la voz de este vacío. Luego, conectado a sus sentimientos como estaba, comprobó que no sentía diversión alguna en este episodio sino que, al contrario, su tristeza parecía agigantarse y su desarraigo no tener fin.
Jeremías pasó el resto de su vida en un pequeño pueblo al norte de Colombia y por las noches siempre se le veía en la mecedora contemplando las estrellas hasta bien entrada la noche, cuando finalmente entraba a la casa y preparaba el último café del día.
PERROS

En más de una ocasión Fernando Vallejo ha declarado que ama a los perros de la calle al punto de considerarlos como sus propios hermanos. Por mi parte, considero que mi sentimiento hacia los perros callejeros no es tan distinto en sustancia. No obstante, es un amor condicional, mediado por el horror y el asco que me producen. Amo a los perros de la calle, sin embargo su existencia la presiento como un insulto. Que existan perros sarnosos invadiendo las calles es una ofensa de la urbe, de la paisajística. Sus hocicos babosos me dirigen a la infamia del ser humano y por eso los amo cuanto más los aborrezco. Del escritor, en cambio, podría decir lo mismo o incluso mucho menos.

Me encontraba tomando unas jarras de cerveza en el bar Coda, en Lourdes, al tiempo en que empezaba a discutir con aquel irlandés, alto y feo, sobre si en realidad U2 era la mejor banda Irlandesa de todos los tiempos. La verdad considero que decirlo es injusto con la propia Irlanda. Yo, que considero a U2 al nivel de Michael Jackson, Madonna, Oasis, Blur y en definitiva todas las bandas de rock farsantes que en realidad no son rock sino otra cosa, yo me encontraba indignado al encontrar a un irlandés que decía que U2 era la mejor banda de rock de Irlanda, porque se me antojaba que decirlo era como si un colombiano dijera que Juanes o Shakira son los mejores rockeros del país, cuando en realidad es falso, cuando en realidad ellos mismos son falsos y cuando en realidad existen mejores bandas de rock pero que sencillamente no se difunden.
El irlandés me preguntó:
Bueno, si no es U2 cuál es la mejor banda de rock de Irlanda?
En ese momento, en incluso ahora, no sabía cómo responder a la pregunta por gran parte de mi ignorancia sobre el país. Pero estaba, como lo estoy ahora, completamente seguro que U2 no era, ni lejos, la mejor banda de Irlanda. Eso le respondí y el irlandés me vio como si fuera un idiota, además que estaba lo suficiente ebrio para confirmárselo, así que decidí no insistir en el asunto demasiado, relajarme y pedir otra jarra de cerveza para mí solo.
El irlandés se encontraba saliendo con un muchacho incluso más joven que yo. Tendría unos 20 años y parecía un zarrapastroso inconsciente recién salido de un pogo en Rock al Parque. El irlandés le acariciaba las piernas como los hombres con éxito le acarician las piernas a sus mozas. Cuando el irlandés volvió a mí de nuevo para preguntarme si conocía a Wilde el chico me lanzó una mirada de fiera resentida porque seguramente creería que le estaba robando a su mentor, padre y amante.
El irlandés me aseguró:
Oscar Wilde nació en el mismo barrio mío en Dublín.
Sospeché que me estaba tratando de impresionar y le repliqué que me quedaba con Joyce. El irlandés me volvió a ver como si fuera un idiota y no volvió a dirigirme la palabra en toda la noche, para tranquilidad de la pequeña fiera. Así que estuve sentado un buen rato solo, en la penumbra, pidiendo música al barman y una que otra jarra de cerveza.
Llevado por la ira y los principios del delirium tremens salí del bar y me dirigí a la plaza de Lourdes. Allí descubrí que estaba en el mismo centro del mundo y que era el hombre más abandonado a la miseria de la tierra entera. Dios pudo haber cometido una tragedia en ese mismo instante pero ni siquiera se acordaba que yo sufría abandonado en este pequeño deposito de estiércol llamado plaza de Lourdes. Yo le llamaba Dios a toda la orquestación de ridiculez que se apresuraba a mover en este mundo circundante como si en realidad tuviera un sitio a donde realmente ir. Estamos estancados hace muchos, pero más que suficientes, eones en esta miserable tierra y no nos preocupamos por volver a escapar hacia nuestro origen.
Los vendedores callejeros que aún quedaban espichados sobre la plaza y algunos vendedores de celular trasnochadores veían el hastío divirtiéndose a mis expensas. Fue cuando la cogí contra los perros y me lancé a golpearlos, a darles patadas y puños. Ladraba como ellos, jurando comprender su lenguaje y traté de intuir su alineación bélica conspirando contra mi existencia. Por mi parte me defendía como podía pero ya no podía correr hacia ningún sitio: ya ellos me habían localizado en su radio de acción y yo era su enemigo primordial número uno.
Finalmente también los perros se cansaron del juego y terminaron también por dejarme solo. Sólo uno me acompañó, me siguió hasta lo que fuera la pensión donde me hospedaba. Hablamos durante todo el trayecto, sobre mujeres, sobre política, sobre la infancia y sobre todo del agotamiento del deambular por las calles, de la falta de sentido de seguir recorriendo una y otra vez las mismas calles, si ya no existían historias, si ya no existían amigos, si ya ni siquiera nosotros mismos éramos susceptibles de existir durante mucho tiempo más.
Me revisé los bolsillos y aún tenía algún dinero con el que podría seguir bebiendo pero ya todos los bares estaban cerrados. Miré a los ojos a mi colega y le dije adiós.

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