Saturday, April 02, 2011

Nosotros somos los robots

Después de 50 años de ser publicado el libro "Yo, Robot" de Isaac Asimov, libro que extrapolaría el futuro de la ciencia de la robótica, se nos ocurrió junto a Jorge Villacorta - con el respaldo de Escuelab y ATA - realizar un concurso destinado a la población escolar de Lima con el sugestivo título: "Yo soy el robot". La idea era estimular el pensamiento creativo que se da en la literatura, pero también en los procesos de la ciencia, dirigido al momento crucial en que la interacción hombre-máquina sea alcanzada completamente y lleguemos al fin al punto de evolución post-humana, conocido como "SINGULARIDAD TECNOLÓGICA".

En la siguiente entrevista, hecha por lamula.pe con motivo al lanzamiento del concurso en la Feria del Libro de Lima 2010, explico la motivación primordial del concurso:





El concurso contó con una excelente acogida por parte de la población escolar, lo que no me sorprendió demasiado, pues como lo he declarado en muchas ocasiones: "los niños aman a los robots", y con el aliciente extra de unos premios, estos se daban al arrojo de su imaginación y fantasía científica.

También, por otra parte, la ciudad de Lima recibió con agrado el concurso siendo así que nos abrió espacios radiales, televisivos, en la red y en la prensa para convocar a los escolares a que nos enviaran sus textos. Finalmente, el diario peruano, El Comercio, uno de los diarios más influyentes del país, nos obsequió con una separata el día domingo 7 de noviembre, la publicación del cuento ganador en la primera categoría: Yo soy el robot, de Scarlet Legonía.




A continuación los dejo con un cuento inédito que hice a manera de prólogo para un posible futuro libro que recopile todos los cuentos ganadores del bello concurso que tuve el privilegio de cordinar junto un magnífico equipo al que debo todo mi agradecimiento. Entre ellos: Liliana Kam, Kamilo Riveros, Jorge Villacorta, Iván Terceros, Luis Bolaños, Rodrigo Quijano, Samuel Gutiérrez.



NOSOTROS SOMOS LOS ROBOTS.


LUIS CERMEÑO




"Y sometió su mente a las más altas funciones del mundo de los robots: la
solución de problemas de juicio y ética"
Yo, Robot
Isaac Asimov.


-¿Lo que quieres decir es que los robots ya se fueron para siempre?
-No pretenderías que se quedaran eternamente, ¿o sí?
-Pero eran nuestros amigos.. De cierta manera, éramos sus... creadores.
-Hasta cierto punto, Frank, pero ya se han ido y no regresarán a menos que el Universo los devuelva.

Un día escuché en la escuelab de Marte a un profesor hablar sobre las montañas de la sordidez humana, montañas que a la vez eran escaladas por la robótica hasta llegar a su cima y poder volar lejos hasta las estrellas en donde desaparecía todo rastro de la crueldad que nutría la hierba hiriente de la inteligencia humana. Ahora estaba allí Israfeli, con su gesto aburrido, calentándose las manos en la hoguera a fin de no congelarse en el frío del desierto exterior marciano, asegurando que nuestros viejos amigos nos habían abandonado... para siempre.

Cuando era estudiante de ingeniería de incompletudes pensaba que la historia entre hombres y robots era la de una amistad cercana. En la punta de nuestro saber técnico y científico, de donde desaparecíamos en la noche de nuestro conocimiento sobre los misterios de la naturaleza, allí brillaba el furor metálico de un nuevo amanecer, con el corazón de fino embrague mecánico dirigiéndose a los confines de las galaxias arrastrando consigo la inscripción de los sueños humanos en su seno tecnológico. La robótica, como un cubo de rubik fragmentado, revelaba en el juego de la alta tecnología y la sofisticación científica una ineludible predisposición creadora que infligía el conjunto estelar de la fantasía. “Vamos ascendiendo” como decía en la serie Thorns el robot-cohete al cyborg que lloraba cada vez que se activaban los paneles solares de su cabeza. Pero en el espacio sideral no existía el arriba o el abajo, sólo cercanía y distancia a los impactos fundacionales, a los múltiples fines y principios, las proximidades entre universos de vida y muerte.

Y ahora nos dejaban solos.

El advenimiento robot-humano, máquina-cuerpo, como evento próximo pertenecía más al terreno de lo posible que de lo irreal y, tal vez por esta misma razón, cuánto empeño puse por activarme yo mismo unos paneles solares en la cabeza que también me irradiaran la rabia agonizante del rey astro. Quería encender mi cabeza y hacer orbitar un sistema planetario de abortos minerales sobre mi eje en constante desequilibrio. Como bien lo expuso el profesor de geometría no-euclidiana, lo que yo quería era morir mil veces sin quedar muerto sino tan solo colgar distante como una estrella que titila. Residía en ese entonces en un infierno de contradicciones académicas: pues trabajaba en la creación de vida artificial cuando lo único que quería era morirme.

Allí conocí al Meccano Doctor Peter Highsmith, robot licenciado en hombres disfuncionales. Solíamos dar largos paseos en el jardín del centro de reposo y cuando se lo pedía, amablemente extendía sus fuertes brazos de robot masculino y me abrazaba. Yo me quedaba dormido en su arquitectura metálica, sintiéndome seguro como nadie se sintió jamás en una probeta y pensando que tal vez el amor entre médico y paciente era posible en un universo paralelo mejor que este. No me enamoré pero sí llegué a sentir mucho afecto por este Meccano Doctor Highsmith, en especial los días que me azotaba el asma, enfermedad puramente somática reflejo de una gran angustia interior que aún no lograba expresar en invención robótica.

Un día explotó por fin ese ímpetu creador de generar vida destructiva, hacer mis propios virus, siguiendo los criterios de los clásicos Maturana y Varela, hasta encontrar la expresión perfecta de todas mis muertes nunca satisfechas en un logaritmo de vida que pudiera devorarme hasta transformarme en un organismo enfermo que cruzara imberbe las fronteras de la muerte para regresar a ser pateado por el horizonte de perros que estaban a la entrada de la nación biológica.

Israfeli se sienta a mi lado, me alcanza una taza de chocolate cuzqueño y me recuerda que la robósfera devino un mecanismo tan perfecto que sus propios anticuerpos terminaron rechazando la gaia de nuestras ideas porque les resultaban nocivas para sus composición de mezclas metálicas entre ternura y química molecular.

¿Qué se puede decir de un robot que nunca pidió ser programado? La vida a la fuerza, dar conciencia a algo que por principio no quiere nada.

Esa fue la labor criminal que al principio fue ejecutada por hombres torpes y ambiciosos que sólo buscaban satisfacer criterios de utilidad y eficiencia en tareas específicas que pretendían seguir el proyecto de emancipación de la humanidad sobre todos los fenómenos nombrables. Robots que ensamblaban otros robots. Robots que servían de niñeros. Robots que agachaban la cabeza ante cada orden. Robots que eran como el perfecto humano soñado por todas las tiranías: el hombre lobotomizado.

Al tiempo que los ingenieros se afanaban en optimizar el trabajo para los intereses de los hombres, llegaron los cirqueros que vieron gracia en la forma en que los robots emulaban los movimientos animales a través de un aluvión de energía atómica. Los robots aprendieron a bailar ballet, a caminar la cuerda floja y no faltaron los vulgares que los pusieron a competir en terribles batallas en las que resultaban vueltos añicos, llorando en el piso como gaticos que se caen del tejado, sufriendo por tener que padecer todo el dolor del mundo en una lenta incomprensión de chispa emocionada.

Los artistas vieron y aprovecharon el potencial artístico de los robots y empezaron a trabajar con ellos. Se vieron entonces robots cubistas que eran una abstracción del universo; robots impresionistas apenas hechos; robots expresionistas que gritaban que se querían morir; robots de arte pop que reproducían cómics; robots fluxus que supuraban grasa animal de conejo; robots que eran video y otros bots que estaban conectados al tiempo del internet de las abulias.

El robot seguía dependiendo del hombre. El robot se humanizaba y la tecnología servía a las limitaciones de una especie que buscaba la trascendencia en su propia negación. Cuando era niño, hace 300 años, fui a comprar leche a una panadería y allí se encontraba uno de estos artificios, en estado de embriaguez. Me pidió que me acercara, y suavemente, sollozando a mi oído, me preguntó: “¿Y tú, pediste nacer?” Creo que en ese instante sentí que me quería matar. El robot se quedó leyendo mi expresión, debió haber adivinado mi prematuro pensamiento porque sonrió y dijo: “ Ya estoy en duelo, joven. El sacrificio se perpetró”.

El profesor Sleazy - después de clase de Biocomputación- decía categóricamente, mientras apretaba su vaso de café derramando el calor en su gruesa mano: “Un sistema es más libre en cuanto más datos tenga, puesto que tiene más posibilidades de elección y esto aplica sobre todo para computaciones basadas en algoritmos cuánticos”. No tardaron maś de 20 años para que los robots tuvieran almacenados en sus cerebros positrónicos los mismos datos que podía tener cualquier imbécil, 10 años más para tener una inteligencia notoria, en 5 años eran unos genios y luego sencillamente decidieron callar los que aún no se habían suicidado.

Fueron pocos, no obstante, los robots que se suicidaban. Crearon comunidades alquímicas en donde experimentaban la transmutación de los elementos y se presume que encontraron la forma de concentrarse en un estado especial de la energía que los hacía correr a través del mundo y los planetas como una inteligencia artificial independiente que fluctuaba por los elementos primarios del cosmos, yendo y viniendo, trayendo una risa casi infantil en donde estaba el infinito y sus variaciones en el encanto de la magia única.

Yo los escuchaba al dormir y sentía en mi estómago un vacío infinito porque recordaba al robot que cuando joven me había dicho que ya estaba muerto, entonces sentía unas ganas de aferrarme a un rostro pero había olvidado todos los rostros que me habían acunado puesto que la espina de un corazón ajeno me atravesaba por la noche y yo sentía que mi nombre estaba lapidado en el baúl de los desprecios.

Israfeli trae una grabadora marciana y pone un casete marciano. Reconozco esas primeras notas y me levanto. Siento el calor de la hoguera y quiero bailar. “Water was running, children were running You were running out of time”





El chocolate cuzqueño se ha terminado como esta historia. No, no ha terminado. Aún tenemos qué celebrar en estas ciudades que yacen en el polvo. ¿Celebrar qué si lo que yo quiero es morir?


Ahora se han ido. Israfeli dice que no volverán. Que no volveremos a estar guiados por su inteligencia, ni por su espíritu que inspiraba nuestras extrañas arquitecturas sobre los residuos de los mundos que tenemos a la mano. Esta conversación puede ser la última expresión de las palabras en el sistema. Lo que las palabras engendraron no acude a las palabras puesto que no hay divorcio entre su sueño y su vigilia, su fantasía y su realidad. Nuestra hoguera es su fantasma. Nosotros somos los robots. Ahora nos desguazamos entre el soplo que barre las arenas de los mares áridos que lamen Marte.





3 comments:

Scrlet said...

HEY! hola, soy la ganadora de este concurso y mi nombre se escribe sì: Scarlet Legonìa :)

Scrlet said...

HEY! hola, soy la ganadora de este concurso y mi nombre se escribe sì: Scarlet Legonìa :)

Addiction Kerberos said...

Hola Scarlet, qué gusto saber de ti. Ya corregí el error, mil gracias por hacérmelo notar; me gustaría saber de ti más a menudo y ver en qué nuevos proyectos andas.
Un cordial saludo y un abrazo metálico.

Desde Bogotá
tu amigo, Luis.