Sunday, March 09, 2008

daga divina II

Antes de ser sacerdote era marica. Un pasado ignorado que dejó su huella más profunda en sus creencias. Un pasado contra el que luchó con toda la dedicación inimaginada y que le trastocó toda la concepción del mundo que había construído hacia la fecha. Muchas veces quiso imaginar la raíz de su enfermedad y se entregaba horas enteras a reflexionar sobre el acontecimiento que le apartaba del resto de los humanos; como una maldición que pesara sobre su nombre incluso antes de ser pronunciado; como fruto de una volición prohibida que fuera a arrebatarle toda la felicidad absoluta del mundo y se fijara sobre su morbosa atracción por el sexo equívocado. Como los cuadros de Jim Amaral, sentía que los dedos no eran sino extensiones inocuas de penes perpetuamente erectos, aún si quisiera apretar el puño, estos penes incapaces de estallar, que estallan minuto a minuto en el largo de las uñas: que estallan minuto a minuto y se rozan y palpan grotescamente las superficies, sin el pudor de un buen pene educado, que sólo roza lo que tiene que rozar, en el sexo femenino, como debe ser: los ojos cerrados, y a lo lejos tantos dedos penes, formando un zodíaco, como los cuadros de Jim Amaral, tan llenos de dedos fálicos, hambrientos de orificios, bajo los ojos, como orificios que excretan retina y ya no sirven para apaciguar el miedo. Antes de ser sacerdote era marica. No obstante, siempre se asumió su homosexualidad de una manera sacerdotal e incluso se decíar que podría estar asumiendo su sacerdocio de una manera homosexual. El amor que r sentía por uno y el placer provocado por el otro parecía haber conciliado en una feliz comunión entre el amor a Dios como una presencia sustancialmente masculina y su sentimiento de entrega y sumisión a la belleza que le inspiraría desde sus tempranos años el carácter dominante del macho fuerte. En sus años de profesor de teología en una universidad pontificia alguna vez reprimió fuertemente a un muchacho de ideas progresivas -ergo comerciales- que le provocaba al confrontarle bajo la idea de la naturaleza femenina de Dios. Dios es una mujer, afirmaba y sacaba el naciente pecho de hombre vigoroso. Nada le parecía más ridículo al padre William que pensar en amar a un Dios que fuera mujer, poseedor de todos sus defectos físicos y, sobre todo, propietario del carácter débil y la moral endeble del sexo femenino que practicamente a lo largo de la historia las ha llevado a ser consideradas por los grandes hombres de las ideas como las idiotas del misticismo. La mejor forma de hablarle a una mujer de Dios es no profundizando mucho en él, sobre su naturaleza, apelar a su complejo de Electra y decir: jamás te abandonará. A las mujeres no les gustan los hombres complicados, no les interesa profundizar sobre las esencias ni asimilar los misterios. Las mujeres son pura democracia y el feminismo es pura sociedad libre. En definitiva, no entienden lo que deberían entender por naturaleza... no, sino ella.. ella a la que acude con el primer chorro de agua sobre el rostro, luego de la noche de los sueños dolorosos.. pero de ella no hablaremos porque ella es La Mujer, y ella es secreta, misteriosa, ella es la Mujer Clásica y nada tiene que la conecte con la mujercita moderna, la mujercita que se rinde ante los chicos progresivos y comerciales, que la subsidiarán o fingirán hacerlo, como fingirán sentir placer por ella en el momento del sexo, sin que la mujercita moderna se dé por enterado que lo único que ha satisfecho por fracción de un segundo es el exacerbado egoísmo de un menos que tarado, que lleva la cuenta de las veces que ha penetrado su pija en un cadáver, un cadáver que se maquilla, que se ríe, que en definitiva considera que está bien interesarse en el fútbol, en los debates, en la política, que todo está bien, todo este universo masculino y ridículo, está perfectamente bien mientrás él pueda entrar en ella como un toro estúpido y ella gemir como una marrana perfectamente olvidada. El padre William no es en absoluto misógino, sencillamente es marianista. La mujer tiene que ser divina o no es mujer. La mujer tiene que ser virgen o no es mujer. La mujer tiene que ser María, tiene que ser Magdalena, tiene que atravesar el hombre, tiene que ser el principio y el final, tiene que brotar lágrimas y dolor. La mujer que no está dispuesta a ser principio y final es menos que una ramera y merece ser despreciada como un ser ínfimo y perverso. El padre William, rojo de cólera, instó al guapo muchacho que se abstuviera en su clase de decir tonterías de tal dimensión de las más altas esferas de la estupidez humana; acto seguido, notó que de alguna manera había generado indignación en las mujeres que asistían en la clase y, como es de esperar, todas se fueron al bando del apuesto chico; en un tono menos apasionado las convidó a agradecer el desafortunado momento histórico de confusión y anarquía que vivían que les permitía poder ingresar a un instituto tan respetable como la universidad y no estar ejerciendo en una casa de citas, como tan expresamente manifestaban querer pertenecer por el orden de sus vestuarios y maquillajes. El padre fue pronto trasladado a una iglesia de campiña, en el cual se le encomendaba la educación de los monaguillos y los prometedores jóvenes para ser ofrecidos a la Sagrada Iglesia. Allí conoció a Francesco, Luisotto y el hermoso Paulo. Francesco era un niño perdido, un caso sin importancia. El chico de campiña que se liga a las primas y a las vacas con el mismo fervor. Sexual hasta en los cachos que el diablo le regaló en forma de prótesis moral. Francesco, al mismo tiempo, era el niño más curioso en los "acontecimientos" y poseedor de una famosa inteligencia práctica con la que la campiña contaba de buena gana, en cuanto el padre William podía pronosticarle desde ya una prometedora carrera de abogado. Luisotto era un niño homosexual, como él tal vez lo había sido, pero ya no lo recuerda el padre que alguna vez se llamó William Cero.

En el medio de la noche las tormentas rompían el horizonte. Mientras el sueño o la ausencia de él en el dormitar cobijan con su refrescante halo las existencias que no sienten su progresiva decadencia existen dolores que añoran las estrellas. Gritos que se dirigen a los chirridos de los cables eléctricos en los profundos campos. Un hombre en medio de la lluvia se deshace las manos robando moras de sus agudas enredaderas. La electricidad ruge por medio de las nubes que decepcionan las bóvedas astrales. El agua es un excelente conductor pero nos conduce el delirio. Los padres de William Cero han descubierto la demoledora verdad sobre su hijo. Se temen que en el seno de la familia sagrada se haya engendrado un cerdo. Al parecer al niño le gusta merodear por los caminos fangosos de la vergüenza humana. Un mariquita, un paleto con gusto por los taladros. En medio de la noche las gotas del llanto adquieren una densidad mayor, que el orificio interrumpido por la retina retiene en la pared posterior del cerebro. Quisiéramos que todos los orificios fueran tan discretos. Se cruza el Estado para llegar al instituto en que se cura esta clase de afinidades patológicas. Su hijo está bien, a pesar de todo es un buen cristiano, un temeroso de Dios. Se lo curaremos y se lo llevaremos de vuelta, con el culo cerrado si es posible, si sabe a lo que me refiero.

Una de las razones por las que en el seminario era objeto de burlas era por su incapacidad para tutear, para aprender el lenguaje de la discreta cortesía. Los constantes errores, la pretensión por querer hablar adecuadamente, no eran sino revelaciones de su tosquedad y condición ordinaria. El padre Malebranche alguna vez, escoltado por la risa de sus compañeros, le sugirió que no se esforzara en alterar su lenguaje de campesino ya que Dios necesitaba a todos, brutos y nobles, para llevar su mensaje de salvación al hombre. No obstante, el empeño de William era notable y tras años de proponerse la tarea terminó por hablar como un hombre de letras e incluso logró a ganarse la consideración y el aprecio de ciertos académicos. Evidentemente todo esto antes del incidente con el muchacho provocador, que con los años terminó ocupando importantes cargos públicos por elección popular y así mismo incrementando su poder y su compromiso con revolucionar el sistema educativo con el fin de elaborar contenidos más democráticos, abiertos y amables para el debate y la recepción de nuevas ideas, en especial en lo religioso. Por qué el padre William no conocía el lenguaje de la fina cortesía? Tal vez porque su mundo se reducía a la crudeza. Las palabras tenían un propósito muy claro como una economía sujeta a su condición social. Es decir, si había hambre de palabras con mucha más razón hambre de alimentos; y pena, por no poder sustentar la vida y dejar ir el destello, que alguna vez brilló en los ojos, en medio de unas ojeras que veían la extrañeza de un mundo que les despreció. Era bruto porque su mundo era brutal. Había visto a su hermana menor morir de hambre. Su madre llorar sin aliento encima de su blanco cuerpo. Un cuerpo que le pareció en ese instante santo. Con una santidad que no volvería a ver jamás. Ese cuerpo de princesa caída en desgracia rendido ante el absurdo. Su madre había dado un paso atrás y dejado a la niña a su lado, en el suelo. No sabía a donde había ido su madre y por qué le había dejado solo al lado de la niña muerta. Su hermana no parecía muerta sino inmersa en un pesado sueño que le arrebatara el mundo. Él estaba paralizado, justo al lado de ella, también paralizada. Pero él no estaba muerto. Como no estaba muerto y sus ojos aún veían el mundo que no era el de los sueños, pudo ver como una rata subió a la cara santa de su hermosa hermana. Se posó sobre ella, con todo su cuerpo de monje de vagabundos, se arrodilló sobre ella, le escrutó los ojos, que ya sólo soñaban y levantó una oración de rata por ella. Como viniera se alejó a otro rincón la rata. Su madre no había vuelto y sintió que había sido abandonado también él. A una suerte próxima a la de su hermana. También sentía un profundo hambre. Y rabia. Y pena, porque tal vez él no quería que una rata le rezace sobre su cara. A gatas salió del rancho. A lo lejos una hoguera se prendía. Temía que volviera ser una carga para sus padres y se fue en dirección opuesta. El rocío de las plantas lo cogió abandonado a un gran árbol de raíces prominentes. Fue cuando vio la enredadera de moras. Emocionado salió tras la promesa de los grandes frutos que brillaban enardecidos a la primera hora de la mañana. En la carrera del hambre y la desesperación ignoró las grandes espinas que protegían el frondoso alimento. La sangre le brotaba de la cara y las finas agujas de las espinas le clavaban con odio el vientre. No era diferente a todo el odio que el mundo le había manifestado. Sencillamente un pobre tiene que sangrar e inclinarse al temor a la muerte para poder comer. A pesar de que la carne le era razgada con demencia y grandes pedazos volaban al suelo, pudo satisfacer la sed temprana de la muerte en los jugos de las moras. Al mediodía lo encontraron sus padres, delirando y consumido en la fiebre. Lo encargaron a una familia vecina que se encargó de sus cuidados hasta que recuperó la razón. En el moral de esta mañana infantil, el padre William había reconocido el rostro de Dios y en el néctar del sufrimiento la fuente de la vida.

Sometido a pruebas de electrochoques, a constantes latigazos, a humillaciones públicas, a deambular desnudo por el pabellón de los desquiciados, el padre William fue sometido a desprenderse de su naturaleza aberrada y homosexual. Secula, seculorum.

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