Monday, August 31, 2009

La feria de un miserable

La feria de un miserable
(Recuento de la feria del libro Bogotá 2009)

Luis Cermeño



A mi lado dos muchachos hablan sobre Nietzsche. Al frente mío una mujer se mueve como una estúpida siguiendo la música invisible de sus audífonos. No soporto verla. No soporto oírlos. Tengo que hacerme de espalda a ella para no verla. Tengo que conectarme a mis propios audífonos para no oírlos. Espero a mi padre en un café de la Feria del Libro. No sé qué lo atrae de las ferias. Todo el mundo luce como recién despierto, entonces se ha despertado de súbito un repentino interés por lo que concierne al libro. La gente se esmera en lucir ridículamente intelectual y los intelectuales ridículos se esmeran en lucirse. Nada puede ser más odioso. Pero mi viejo es feliz, entre toda esta mierda se le puede ver apaciguado. Puedo ver la calle desde los cristales transparentes del café. Una madre pobre come apurada una sopa, sostiene en su pierna a un bebé medio inconciente en su melancolía del infinito. A veces le pasa una cucharada al pequeño y él la recibe de mala gana, como se vive cuando se es recién nacido. Miro el reloj y reniego la demora del viejo. Trato de imaginarlo joven pero la imaginación nunca ha sido lo mío. Soy doctora de la unidad de cuidados intensivos de pacientes siquiátricos. La verdad es que si fuera doctora de UCI de pacientes siquiáticos cuidaría de mi padre. Él me lo ha reprochado en más de una ocasión: si hubieras sido doctora de UCI te harías cargo de mí, como te corresponde; o: si hubieras sido enfermera me hubieras acostado cada noche con un beso en la frente, como te corresponde. Hace mucho que no escucho los reproches de mi padre, por otra parte porque tampoco se los toma en serio. ¿Pero se habrá tomado en serio algo alguna vez en la vida? A mí por lo menos no, eso es claro. Tal vez esa sea la razón por la cual no pueda imaginarlo siquiera en su papel de padre joven. Esa puede ser posiblemente la razón por la que en mi mente no quepa verlo, a él, joven y pobre, sosteniéndome en sus piernas, conmigo medio inconciente y llena de una melancolía abismal, por ese infinito del que extraño las alas, llenándome la boquita desdentada de sopa de pollo, tragando él también esa misma sopa, como un padre joven y pobre. Espero a mi viejo mientras tomo un tinto en la Feria del Libro y coqueteo con un joven seductor que está al frente mío, sosteniendo un libro de lujo de William Acosta, con la pierna cruzada y un cigarro entre sus dedos. Cuando mi padre lo vea se dará cuenta de su belleza, le inflingirá una mirada de desdén llena de vanidosa envidia y proferirá algún insulto contra el libro que se encuentra leyendo. Eso será todo por ahora.

Hace una semana cumplí dos años de viejo. Desde que la ciencia médica ha curado el mal de la vejez y la enfermedad, soy de los pocos viejos que quedan. No de edad, lo debo aclarar. Incluso mis padres, mis profesores, mis autores, mis mayores, incluso todos lucen más jóvenes que yo. Este mundo nuevo me enferma. No fueron pocos los que se resistieron a la intervención contra edad y sin embargo no quedan más viejos que los que se pueden ver tomando el sol en los pabellones de siquiatría de las ciudades. Para mí nunca ha sido algo completamente ajeno lo de ser anciano. Cuando era niño ya me comportaba y me sentía como tal. Mis compañeros jugaban al fútbol, se enamoraban, se golpeaban, jugaban hasta empapar su ropa del podrido estanco de su sudor. En la adolescencia los futuros sementales y rameras se desprendían de sus sacos y zapatos en el resplandeciente sol de una naturaleza emancipada. En mí se cernía un pesado sentido de la seriedad que arruinaba cualquier ánimo de espontaneidad. Una seriedad que no me había impuesto a sabiendas, tan severa como un juez personal que siempre estaba al tanto de mis movimientos, mis actos, con sus ojos inflexibles y reprochadores, al tanto de mis mayores actos de estupidez para señalarme y decirme: “¿lo ves? no has demostrado otra cosa que ser un tarado”. Pronto supe que había envejecido antes de tiempo, y ahora que la sagrada ciencia ha logrado combatir el mal de la enfermedad soy de los pocos viejos que aún caminan sobre el mundo. La vejez no era más que una enfermedad degenerativa del cuerpo producto de la escasa segregación de una proteína en un período determinado de la vida, alrededor de los 25 años. Ramón Weil fue el primer canalla que afirmó que la muerte no era natural como mal se había creído por siempre. Abrió la posibilidad del perfecto mediocre inmortal, aquel al que no sólo le bastaba arruinar el planeta, arruinar las otras especies, atentar las tradiciones, darle la espalda a Dios, arrodillarse al poder político, ahora tenía que ser inmortal para hacer de su grosera existencia inmunda un dolor de cabeza imperecedero.

Debió haberse tratado de algo en la atmósfera. Algún complot del gobierno de la Organización Mundial de la Salud en su afán de combatir todo germen de senectud en el globo. Lo cierto es que de algún modo el propósito filántropo de las instituciones por la vida debió haber fallado conmigo y con otros cientos de asmáticos. Lo cierto es que se llaman peyorativamente a estos resguardos de locos Pabellones de enfermedades respiratorias aún cuando todo el mundo sabe que se tratan de unidades de cuidados intensivos para pacientes siquiátricos. Esa pequeña fracción de humanidad que se resistió a rejuvenecerse o perpetuar sus días en la belleza de los días primaverales. Somos el último eslabón de invierno en medio de una fulgurante humanidad que sostiene su perfil al porvenir del horizonte tecnológico.

Él dice “viudo” aún cuando viudo no es. Se llama “viudo” porque se considera viudo. A raíz de la separación con mi madre, a la que llamó “Vikinga”, se dio por viudo, mortificándose cada vez que por obligación, es decir por mí, debió verse con ella, y como después me confesó, a una edad muy temprana para mi desgracia, sentía que estar frente a ella era tener al frente un sepulcro que no se contenía el reclamarle sus cenizas.

Fui la primera en ver rejuvenecer a Caro, mi madre, al frente de las playas de Boca Canoa. Disfrutábamos las vacaciones, yo leía mis revistas de historias fantásticas y ella apreciaba el mar desde el balcón del hotel. Concentrada como me encontraba no pude evitar el escucharla suspirar a las estrellas. Levanté la cara de la revista para bromear y preguntarle por quién suspiraba tanto, cuando la vi, más hermosa que nunca, radiante, como un oso polar que destripa a un marinero, así era su blancura, parecía apenas un poco mayor que yo, era una nueva Carito, al principio me asusté y quise gritar, pero ella, tocándose emocionada el rostro, se me acercó, me abrazó y me dijo: “Comprendes? El mundo me ha dado una nueva oportunidad” y las dos nos echamos a llorar.

Soy un hombre viejo, enfermo, cansino y amargado. Un viudo. A veces sueño con los labios de una señorita de ojos verdes. El aire exterior y el azul del cielo me hieren profundamente. Todo el día, desde primera hora, estrujando esta tristeza; a veces pega como un martillazo en la cabeza; otras veces solamente al acecho. En medio de esta vasta soledad y desamparo, soy conducido a las horas más lánguidas de la muerte. Un desahucio de viudo. Compruebo mi fuerza en estas horas. La mayor parte de los hombres, en mi caso, estarían desmoronados. Yo me fortalezco, a punta de mis poemas tristes, de mis canciones, de ver el mundo como sólo puede hacerlo un hombre viejo.

No llegó. Jamás llegó. No sé por qué me sorprende. No sé por qué aún lo logra. No entiendo cómo logra hacerme llorar. Aún hecha y derecha, ¡y desecha en lágrimas!. No hay caso en llamarle y reprocharle nada. Siempre encuentra una excusa. Hoy me tomaré una botella de vino, escucharé mi álbum favorito de Soundgarden, fumaré marihuana hasta caer en la inconciencia. Hasta que logre dormir sin proferir su nombre. Hasta que esta humillación tan grande que siento se ahogue en la espesura de la inconciencia que me vio venir al mundo. Me desnudaré y cantaré como una loca estúpida por ahí. La verdad ni siquiera es tan grave. Quería verlo y a él no le importó. No suena tan terrible. Mañana lo llamaré y le diré: estaba allí, ¿te acuerdas de la cita? Habrá un intervalo de pocos segundos. Luego, con su estúpida voz de arrepentimiento, me dirá que lo olvidó. Que una cosa y la otra. Me hace sentir nula. Invisible. Toda la vida uno va ahí tratando de crearse una vida, una manera de reafirmarse en el mundo. Pero para tu padre, la primera persona a la que amaste en la vida, no existes. Ya no le importa nada, a veces dice, también olvidando que estoy ahí, escuchándolo. Esa fue la razón por la que envejeció. Porque no le daba la gana de respirar el aliento de la juventud. No rejuvenecieron los que no sólo no quisieron, sino a lo que no les importaba. Ya no le importa nada, como si alguna vez le hubiera importado algo. Veo la foto que guardo de él y no puedo creer que aquella persona me haga sufrir tanto.