Friday, March 28, 2008

la cárcel

Soy un fugitivo. Juzgado por cometer el peor de los crímenes en la presente Tierra. Alta traición. Cómo no cometer tal crimen? Pero todos se creen dignos de juzgar. Soberbios señalan y decretan. El planeta Tierra debería llamarse planeta legajo judicial. En la nave en que me abordaban al planeta de la espuria me llamaban el preso Kafka. Abría mis ojos para proveer de luz a mi alrededor. Mis dedos eran rayos de sanación. Mi cuerpo era una morada traicionera de altas montañas de supremacía dolorosa. Y tuve que partir del planeta legajo judicial hacia mi propia colonia penitenciaria. Una colonia capaz de rebanarme a tajos y aplanarme como una rata enferma. En medio de los rayos solares y los gases del universo que me rodearan como un ciclón en torno a mis sueños. A Franz Kafka le llamaban El Topo a su vez. Curioso que no me llamen El Topo y me digan Kafka. A Franz Kafka lo sentó definitivamente el decreto de la tuberculosis. Tuvo que morir en medio de los legajos. La gravedad de la fuerza de ley. No llegarás ni a Andrómeda si te atienes a las pesas de la fuerza de ley. Soy un santo, pero no me entenderías si te digo santo y no fugitivo, entiendes fugitivo porque entiendes el lenguaje del legajo. Me desempeñaba como misionero ante los nativos de Io. Largas jornadas de camadarería y trabajo en conjunto para la construcción de templos y muros de los lamentos. Amé a la nativa Adriana. Ella me cobijó en sus brazos y debajo de la tienda de campaña consumamos nuestro fervoroso amor en la entrega de nuestros cuerpos. En las ocasionales mañanas que el estúpido planeta obeso concedía, la encontraba desnuda, su cuerpo ovillado brillante como un mineral enriquecido, sus manos cerradas sobre sus pómulos. Las jornadas continuaban y los trabajos dignificaban nuestra presencia en la peturbada luna. A veces escapaba hacia las nubes doradas para encontrar mi sitio de lágrimas. Una melancolía que me llenaba y me hacía sentir un hombre. Me arrodillaba ante el holograma de una zarza ardiente y cerraba mis puños sobre mis agotados ojos. Las naves de la jurisdicción policial del Universo Humano no tardaron en demorar con sus cachiporras y arbitrariedades justificadas. Para ellos ya no existe Dios. Para ellos Dios ha sido lo creado por el Universo Humano. Legisladores, poetas, músicos, misioneros, científicos; todos no son más que policias del Universo Humano. Universo de Policias y Cachiporras, si me lo preguntan. El obispo Hare se ha enterado por fuentes confiables de mi relación pecaminosa con una de las nativas de Io. Un misionero que no contenga las flaquezas de la carne no vale una mierda para la arquidiócesis del sistema solar. Es un ser que merece todo el desprecio y repugnancia de la santidad de la oficina de relaciones públicas de Dios. Como el pájaro espino de Io divago por los sistemas de volcanes y lava en suspensión. Me albergo a merced de criaturas ignominiosas que me lavan los cansados pies en saliva silícea. Abro el cofre de mis sacrificios a ellos y se los entrego en sangre ardiente para que lo conserven en sus cuevas a fin de llenarlas de murmullos de magia. A Adriana la encapsularon en una caja de tornillos. Le llamaron Puta y le cercenaron el color petróleo de su carne. Dios perdona; ellos señalan. Dios redime; ellos acusan. El Dios que yo predico es otro. Es uno compasivo, rebosado de amor y cariño por su creación. No temo en declarar que mi Dios está más vivo que el falso Dios inflexible y severo de los policias que se hacen llamar raza humana. Veo a mi Dios en los ojos de la criatura que me escupe su milagrosa saliva silícea al fondo de la cueva de Io y se preocupa por mi cuidado y salvarme de las cachiporras de mis semejantes que vienen a toda prisa, con sus libros putrefactos llenos de letras muertas. Ellos reclaman "al nuestro". Ellos se reconocen fácilmente en mí porque todo lo que odian de ellos yo lo encarno. Sometiéndome, rebajándome, ellos son más puros y más libres. Beso al inhumano y subiendo delicadamente mi puño sobre su trasero hasta llegar al fondo de su corazón le transmutó la información sobre mi obligación de entregarme a las cadenas de las voces de las bestias humanas. Me aferra dentro de sí, succionándome con toda la fuerza de su ano hasta arroparme de lleno en su carne. Ahora estoy dentro de su reino. Soy parte suya como él es algo mayor a mí. Bajo su piel comprendo el Espacio y comprendo que no existe un solo Espacio. No fue un sólo estallido. No fue una sola realidad desprendida. No es ni siquiera lo que imaginamos que es o no es. Dentro de la capa de su naturaleza foránea siento como las novas estallan de júbilo por la belleza de mis ojos. Es algo que requeriría del esfuerzo de un centro de alta investigación poética para poder ser expresado y ni siquiera de esa forma se expresaría. Es como una semántica de las luces que recorren las corrientes del cosmos confesando una historia de amor entre un niño y una comadreja. Me pego puños en la nariz de lo puro triste que estoy. Me pego golpes en el vientre. Siento alegría de estar tan triste. Quiero perderme en esta tristeza que me arrebata de mi propio ser y seguir esta corriente que me pierde en la noche. Yo estoy bailando en mi propio desarraigo pero ellos sólo ven a uno "de los suyos". Ellos hablan un lenguaje que sólo expresa las órdenes que ellos comandan. Digo Hola pero no es Hola lo que significa cuando digo Hola y ellos entienden Hola y me esposan las manos pero ni siquieran han tocado mis manos porque mis manos están tocando el rostro de Adriana que es otra forma de Andrómeda. La raza policiaca prueba sus cachiporras con mi cabeza y me dirige hacia el exoplaneta de la espuria. Me llaman sardónicamente el preso Kafka. Pero deberían llamarme de verdad Kafka y decirme El Topo. Al César lo que es del Káiser, mi cuerpo responde a otra correspondencia. Morí con Adriana. Tragando tornillos y quebrando todos mis huesos en la diminuta caja. Morí de esta forma porque morí con la raza humana. Morí con las víctimas que el hombre consideró culpables. Mi misión en Io fue revelar a Dios y revelé la libertad inherente a la tela del Espacio. Soy un fugitivo aún estando a la merced inmisericordiosa de ellos. Sobre mi piel brota otra piel ajena a la naturaleza familiar. Mi mirada se posa sobre los astros y mis oídos son antenas de versos divinos. Ante los hombres no lloro pero dentro de mí soy un río de lágrimas y rendición ante el milagro absoluto de la palabra viva. La sangre que me recorre no es la que brotará ante mi muerte en cualquier andén de Bogotá, verdadero nombre del exoplaneta de la espuria, es una sangre que eleva los horizontes hacia su palacio. No soy "uno de ellos", ni "uno de los suyos", sus leyes no me afectan, sus deseos no tienen resonancia en mi corazón. Nací en los llanos orientales siendo un fugitivo, estando ya tragado por el culo de otra entidad del Universo. Bajo ella respiro y en sus dominios inscribo la progresión de las rosas que deben contarse sobre la tierra. Adriana me espera y Adriana me deja. Adriana sabe que nuestro lugar está más allá de las nebulosas, en donde telamos risas de bebés. A veces me olvido. A veces me reconozco sobre el polvo que rodea el planeta. A veces me sumerjo en el océano por las noches y me hago llamar el hijo del sol. Un espejo se cierra sobre el cielo de la noche y me impide ver de dónde provengo. Me robo la nave de FedEx pero las puertas están cerradas para los ojos ciegos. Me pierdo en la noche de la vida sin saber que mi estrella brilla en el sendero de la muerte. Ráfagas fulminantes de condenas atan mis hombros y me impiden exhalar el verdadero aliento de las voces que cobijo. Sólo cuando me encuentro con mi verdadero pecado, con mi verdadera culpa, es que reconozco la criatura que me protege. Morí en las montañas de Io pero de las cenizas surgió una llama. Dios no necesita moralistas de su lado sino gente que lo ame. Me atraganto con mi propia condición y es cuando le imploro a mi protector que no me abandone. No abandonarme a mi miseria en este oscuro vacío. Soy pura tecnología y mis venas son cables fríos, con algo de información religiosa aprendí a apostarle a Dios y ahora ante el límite de mi calculada hora sólo imploro por calor divino. Quiero creer, quiero ser uno contigo.

Thursday, March 20, 2008

Agente Bumbly (1)

Hace calor en este pueblo fantasma y todos los negocios parecen haber cerrado durante una larga pausa que va desde antes del mediodía, cuando empezó la sed, hasta ahora; ahora son más de las tres de la tarde y todo lo que encuentro son puertas cerradas. Finalmente encuentro un puesto de naranjas y allí la muchacha se burla del pantalón que llevo puesto. Podría importarme acaso el comentario de una jovencita impertinente de puesto de jugos? Claro que no. Me pregunta: de qué siglo son esos pantalones que llevas? Seguro que no son de este siglo, reconozco, pero no le respondo. Son pantalones de artista, como siempre he sabido; como siempre mamaíta ha consentido en decirme: Bumbly, sólo las grandes personalidades y los artistas llevan pantalones de rayas. Debo ser una especie de artista ya que no soy una gran personalidad. Cuál es mi arte? Pronto lo descubrirás, paciencia.

En mi maleta jamás pueden faltar mis pantalones de rayas, mis camisas blancas pulcramente planchadas y mi colección de cassetes de Eros Ramazzotti. Me conozco Eros Ramazzotti de pe a pa y me encargo de tenerlo en mi reproductor de cassetes todo el tiempo posible. Desde su revelador Cuori agitati hasta e al cuadrado no hay artista que se le compare o le llegue a los talones. Clara Luz no opinaba lo mismo, claro, ella era seguidora de Andrés Cepeda y aunque Andrés Cepeda también me gusta, no creo ni que se pueda comparar al lado de un grande de la balada como lo es el señor Eros. Mi confidente de viaje.

Clara Luz era mi anterior mujer. Ella también solía burlarse de mis pantalones de artista. Decía que hacían honor al rango sólo si tenemos en cuenta que un domador de monos de circo también es un artista. Por otra parte, Clara Luz no entendió muy claramente mi oficio. Pero la presente crónica no consiste en recordar a la ex Bumbly ni en ir a la par de la melodía de las grandes canciones del mejor artista italiano de todas las épocas. Aunque ahorita que tomo del pitillo de este gran vaso de jugo de naranja se me viene a la cabeza: ir corriendo de un lado a otro, como dos niños, por debajo de los grandes árboles del bosque, ella siguiéndome y yo gritando que no me cogería; yo sujetándole el bolso y ella a punto de explotar de desespero: Bumbly, joder, devuélveme el bolso que tengo que irme. Y yo corriendo en círculos como menos que un macaco al borde de la inanición. Ella a veces atrás, a veces adelante. Corro un poco más rápido y la abrazo con toda mi fuerza; ella se pierde y los dos caemos. Los rayos del sol nos inundan en su diluvio de luz. Me da un puño en la cara y me dice: bobo, por qué me haces perder el tiempo; y yo, boba hazme perder la vida. Tan perfecto como una canción del Ramazzotti.

Termino el jugo y camino al rayo del sol vespertino rumbo a la terminal. Tengo que ir a una vereda cerca a cubrir el acontecimiento. Una niña rubia se me acerca a través de las desoladas calles. Me arrodillo con el fin de poder verle mejor la cara. Sigue su paso, sin detenerse y en el momento en que creo que va a chocar conmigo cierro los ojos. Cuando los abro, vuelvo mi cabeza y ella sigue su camino hasta perderse en la lejanía. Eso significa que me traspasó? Un fantasma. Creo recordar su cara pero una vez creo que la recuerdo se me olvida. La recuerdo cada vez que no piense al respecto. Me siento en la acera, a la sombra, como presa de una terrible agitación.

Bumbly acababa de llegar a la ciudad. Bogotá, una ciudad gris y fea que parecía desgarrar con su filoso aire cada inhalación y volver sobre la herida en la exhalación. Los edificios, curtidos y monstruosos, se levantaban a su paso para cortar el horizonte que le era tan propio. Las avenidas se tropezaban a los hombres repletas de un tránsito imposible, asfixiante y asesino. Los buses eran devoradores de esperanzas y la gente se moría de pena atestada en el corazón de la aglomeración sin despertar el mínimo sentido de solidaridad del vecino, vecino que tenía que velar por el cuidado de sus cinco hijos, también montados en ese transporte infernal y que se embrutecían a puntos de golpes con las varillas y los codos en la cabeza. Gran ciudad Bogotá!, la verdad es que uno se pregunta si vale la pena vivir bajo esas condiciones tan denigrantes o no será mejor colgarse a la sombra de un limonero en el pueblo que lo engendró a uno.

Blumby llegó a la ciudad, maleta de cartón en mano y sombrero en la cabeza. Siguió las instrucciones, cómo tomar el bus hasta la 26 y de allí tomar otro por la décima hacia el sur. Blumby, maleta de cartón en mano, miles de problemas en la cabeza, se bajó obediente en el tráfico enloquecido de la 26, con el fin de tomar su segundo bus. Tendría que cruzar el mar de este imposible tráfico. Llegó hasta el separador. A su lado, una señora de edad media aguardaba la misma oportunidad, agarrando de la mano a su pequeña hija.
- Hermano y la niña se adelantó sin fijarse en el bus que venía.

Blumby se preguntaba si alguna vez sería capaz de perdonarle a una ciudad esta indiferencia.

Tendré que quedarme esta noche en este pueblo muerto. Este pueblo que ya no es capaz de decirme más cosas. Es como si todo se hubiera mudado y sólo hubiera quedado el espacio como una mofa de lo que alguna vez fue. Y alguna vez fueron juegos infantiles, brillos, proyectos y esperanzas. Tenía un caballo que en realidad no era mío, le gustaba pasar los días a la sombra de un árbol frente a mi casa. Era tan flaco que despertaba mi conmiseración y cada tarde le llevaba un banano podrido o una manzana vieja. Alguna vez cuando niño mi mamaíta me compró un chivo. De allí, desde muy temprano, conocí el significado de la frase: más loco que una cabra. Me encantaba darle su tetero. Mientras alimentaba a mi animal le acariciaba el lomo. Me montaba encima del animal y conquistábamos naciones enteras entre los dos, pero fueron recuerdos que también perdí. Alguna vez caí de su cuerpo o me tumbó, cómo saberlo. Mi cara se llenó de sangre pero yo no tenía miedo y sujeté mi chivo porque sabía lo que vendría. Al ver el daño que me había causado el animal lo obligaron a perderse en la espesura de las calles vacías del pueblo. Y él iba llorando al tiempo que yo quedaba llorando. Gritaba por mi chivo, no era su culpa. Y el chivo jamás volvió.

Así que invito a la insolente joven de los jugos de naranja a bailar más tarde. Llévame al mejor sitio de esta pocilga. Ella apenas alza los hombros, ni le interesa ir ni le interesa despreciarme. La recojo en su casa a las 8 de la noche. Vaya, es bonita, debajo de esa tienda no parecía. Llevo mi camisa corta de baile con un estampado de un par de bombos rojos entrelazados en una cinta roja. Es mi camisa preferida. A ella no le gusta bailar salsa, me confiesa. Preferiría escuchar Incubus. Pero a mí no me gusta el rock y lo que quiero es bailar merengue.

Ella me llevaba el ritmo. Debajo de las transparencias de su blusa se perfilaba un hermoso par de senos. El descaderado se ajustaba perfectamente al menear de sus morenas caderas. Ya habíamos terminado la botella de ron y yo me sentía perfectamente listo para otra tanda de danzas y delirio en los brazos de la señorita. A Clara le hubiera parecido una cualquiera, una guisa, una basura pueblerina. Pero algo me decía que jamás lograría complacer a Clara, nunca daría con una chica a su altura, con alguna que se le comparara. Bailábamos un merengue apretadito, rodeados de miles de parejas que se entregaban a la danza como nosotros, en esa misma pista, secundados por la máquina de humo y la oscuridad de la discoteca. Le pregunté al oído a la muchacha: por qué te burlaste de mi pantalón? Y ella me susurró, con una risa contenida: porque te veías ridículo a pleno de rayo de sol vestido como un agente de los años 50's. Fue cuando recordé la misión que venía a cumplir en este pueblo, más exactamente en la vereda del pueblo, y la que había descuidado por el flujo de mis pensamientos y la libre voluntad que le daba a mi deseo. Ahora tal vez sería demasiado tarde.

Ella se llamaba Mónica. Tenía 17 años y le encantaba Incubus. "no los has escuchado, tío, son música del otro espacio". Hablando del otro espacio, tal vez ya sería demasiado tarde, tal vez ya estaría este padrecito William en el sitio, evangelizando las pruebas y dándole un carácter moral al hecho. En mis años de estudio en Criminalística teníamos un gran profesor, el Doctor Cagadory que nos enseñó la doctrina del crimen y me dío, en lo personal, la lección definitiva que marcaría el curso de mis investigaciones en los años siguientes. Un crimen es un hecho positivo que dice y no puede decir nada más allá de su propio ser y obedece a una lógica única como una explicación inmanente a ella: la prueba, muchachos, la prueba irrefutable y material que no concede espacio a las interpretaciones, eso es lo importante, y es la tarea trascendente que a ustedes como autoridades del crimen les compete entregar con lo mejor de su talento y vida en ella. Por esto, mientras bailaba la cucharita de Juan Luis Guerra me entró el odio por ese padre retórico llamado William Nobrainsky, hermano del prestigioso científico Virgilio Nobrainsky. El padre William era un veneno del discurso. Y yo tendría que pararlo. Esa nave, esa nave me pertenece a mí.

Son las tres de la mañana. Las cosas con Mónica prometen más de lo que se podría pedir. Me ha dicho que a pesar de mis excentricidades y de mis años me encuentra guay. Ya le he cogido con disimulo una nalga y sólo se ha limitado a verme fijamente a los ojos con picardía, sin decirme nada. Cuando vuelva del baño actuaré con más sagacidad. Considero que lo que hago es un arte. Voy por la botella a la mesa y me sirvo un poco de lo que queda en el vaso. La música se apaga repentinamente. Por qué? Por qué joder si hasta ahora las cosas iban a empezar? Por qué ahora? Aseguraría que en esta tierra no cerraban los bares sino entrada la madrugada. A través de las cabezas danzantes, ahora inmóviles, las cabezas ex-danzantes, y la bruma del humo los veo llegar. Hombres uniformados se desplegan por toda la pista de baile. Fuertemente camuflados y con sus armas sobre sus hombros. Detienen sus feroces miradas sobre todos los clientes. Uno ordena al dj que no pare la música. La reinicia, a bajo volumen; ya nadie baila, se han perdido todas las ganas.

La niña rubia está a un lado de la pista. Se ríe al verme y sale corriendo de la discoteca. Me estoy volviendo loco? Tiro el vaso a la pared y los hombres armados corren hacia mí. Voy hacia el baño, en donde debería estar Mónica. Le toco a la puerta pero no contesta. La tienen encerrada. Con mi sobrenatural fuerza tumbo la puerta y la veo con la boca arriba hacia el cielo. De ella emana una entidad extraterrestre. Al abandonarla arroja su cuerpo al arruinado piso del baño. Me golpeo la cabeza contras las páredes y es cuando soy detenido. Me sacan a empujones y me dicen que tal vez caí presa del pánico. Pero, en su lógica militar, si caí presa del pánico era porque seguramente ocultaba algo. Vamos habla, si no tienes nada oculto no temes nada. Me golpean contra los barrotes de la cárcel. Y había sido una noche tan bonita, pienso.

El resto de la noche fue una sucesión interminable de emesis y pavor.

Monday, March 17, 2008

EL TRIUNFO DE WILL

La presente saga eclesiástica tiene como principal objetivo incentivar la reflexión moral y la contemplación de una buena vida en el marco de la gran guerra en las líneas de comando entre las fuerzas de la sombra y la defensa de la luz verdadera. Por tal razón, las aventuras del padre William muy a menudo se verán relegadas a sus enseñanzas, a sus observaciones de la miseria de la naturaleza humana, al contexto del sermón y las alabanzas. No hay que perder de vista que la vida de un hombre sólo cuenta en cuanto exaltación de la creación y el desarrollo de una vida ejemplar a imitación de Cristo. El padre William, tanto en la realidad como en la ficción que se desarrolla, no es sino un instrumento de la Voluntad divina, un mero espartaco con las tripas afuera, una conexión nerviosa al interior de todo un sistema que se estremece con su gracia.

Primer punto a considerar:
William necesita comprender por qué Luis lo obliga a interpretar un papel desalmado, tantas veces vergonzoso e imposible. William es el actor que materializa las escenas que surgen de las palabras que Luis escoge, muchas veces movido por un agotamiento de sus ojos. A Luis le gustaría entablar una comunión con el sacerdote William. Todo se desarrolla en el marco de lo imposible, y la frustración de la inteligencia de quien escribe. William es un ser inacabado, comprensible a todas luces, y limitado por los límites del ser que lo origina.

Segundo punto a considerar:
El ser que lo origina. Creatio ex nihilo. William es una chispa de un sueño náufrago. El manantial que corre silencioso debajo de la colina por la espesura salvaje de una selva dormida. En mitad de la oscuridad se te acerca, posa su índice sobre tu labio superior, rogándote silencio y te susurra con delicadeza una sóla palabra que te hace reconocer su rostro: Maná.

Cristo atraviesa los cielos estrellados en sus carros de fuego con una premonición entre los dedos. Soy un hardware atrofiado en la coordenada de las acústicas muertas. Eliana era el júbilo que bailaba debajo de la tempestad. Impávidas miradas al horizonte raptado del planeta tierra.




Sunday, March 09, 2008

daga divina II

Antes de ser sacerdote era marica. Un pasado ignorado que dejó su huella más profunda en sus creencias. Un pasado contra el que luchó con toda la dedicación inimaginada y que le trastocó toda la concepción del mundo que había construído hacia la fecha. Muchas veces quiso imaginar la raíz de su enfermedad y se entregaba horas enteras a reflexionar sobre el acontecimiento que le apartaba del resto de los humanos; como una maldición que pesara sobre su nombre incluso antes de ser pronunciado; como fruto de una volición prohibida que fuera a arrebatarle toda la felicidad absoluta del mundo y se fijara sobre su morbosa atracción por el sexo equívocado. Como los cuadros de Jim Amaral, sentía que los dedos no eran sino extensiones inocuas de penes perpetuamente erectos, aún si quisiera apretar el puño, estos penes incapaces de estallar, que estallan minuto a minuto en el largo de las uñas: que estallan minuto a minuto y se rozan y palpan grotescamente las superficies, sin el pudor de un buen pene educado, que sólo roza lo que tiene que rozar, en el sexo femenino, como debe ser: los ojos cerrados, y a lo lejos tantos dedos penes, formando un zodíaco, como los cuadros de Jim Amaral, tan llenos de dedos fálicos, hambrientos de orificios, bajo los ojos, como orificios que excretan retina y ya no sirven para apaciguar el miedo. Antes de ser sacerdote era marica. No obstante, siempre se asumió su homosexualidad de una manera sacerdotal e incluso se decíar que podría estar asumiendo su sacerdocio de una manera homosexual. El amor que r sentía por uno y el placer provocado por el otro parecía haber conciliado en una feliz comunión entre el amor a Dios como una presencia sustancialmente masculina y su sentimiento de entrega y sumisión a la belleza que le inspiraría desde sus tempranos años el carácter dominante del macho fuerte. En sus años de profesor de teología en una universidad pontificia alguna vez reprimió fuertemente a un muchacho de ideas progresivas -ergo comerciales- que le provocaba al confrontarle bajo la idea de la naturaleza femenina de Dios. Dios es una mujer, afirmaba y sacaba el naciente pecho de hombre vigoroso. Nada le parecía más ridículo al padre William que pensar en amar a un Dios que fuera mujer, poseedor de todos sus defectos físicos y, sobre todo, propietario del carácter débil y la moral endeble del sexo femenino que practicamente a lo largo de la historia las ha llevado a ser consideradas por los grandes hombres de las ideas como las idiotas del misticismo. La mejor forma de hablarle a una mujer de Dios es no profundizando mucho en él, sobre su naturaleza, apelar a su complejo de Electra y decir: jamás te abandonará. A las mujeres no les gustan los hombres complicados, no les interesa profundizar sobre las esencias ni asimilar los misterios. Las mujeres son pura democracia y el feminismo es pura sociedad libre. En definitiva, no entienden lo que deberían entender por naturaleza... no, sino ella.. ella a la que acude con el primer chorro de agua sobre el rostro, luego de la noche de los sueños dolorosos.. pero de ella no hablaremos porque ella es La Mujer, y ella es secreta, misteriosa, ella es la Mujer Clásica y nada tiene que la conecte con la mujercita moderna, la mujercita que se rinde ante los chicos progresivos y comerciales, que la subsidiarán o fingirán hacerlo, como fingirán sentir placer por ella en el momento del sexo, sin que la mujercita moderna se dé por enterado que lo único que ha satisfecho por fracción de un segundo es el exacerbado egoísmo de un menos que tarado, que lleva la cuenta de las veces que ha penetrado su pija en un cadáver, un cadáver que se maquilla, que se ríe, que en definitiva considera que está bien interesarse en el fútbol, en los debates, en la política, que todo está bien, todo este universo masculino y ridículo, está perfectamente bien mientrás él pueda entrar en ella como un toro estúpido y ella gemir como una marrana perfectamente olvidada. El padre William no es en absoluto misógino, sencillamente es marianista. La mujer tiene que ser divina o no es mujer. La mujer tiene que ser virgen o no es mujer. La mujer tiene que ser María, tiene que ser Magdalena, tiene que atravesar el hombre, tiene que ser el principio y el final, tiene que brotar lágrimas y dolor. La mujer que no está dispuesta a ser principio y final es menos que una ramera y merece ser despreciada como un ser ínfimo y perverso. El padre William, rojo de cólera, instó al guapo muchacho que se abstuviera en su clase de decir tonterías de tal dimensión de las más altas esferas de la estupidez humana; acto seguido, notó que de alguna manera había generado indignación en las mujeres que asistían en la clase y, como es de esperar, todas se fueron al bando del apuesto chico; en un tono menos apasionado las convidó a agradecer el desafortunado momento histórico de confusión y anarquía que vivían que les permitía poder ingresar a un instituto tan respetable como la universidad y no estar ejerciendo en una casa de citas, como tan expresamente manifestaban querer pertenecer por el orden de sus vestuarios y maquillajes. El padre fue pronto trasladado a una iglesia de campiña, en el cual se le encomendaba la educación de los monaguillos y los prometedores jóvenes para ser ofrecidos a la Sagrada Iglesia. Allí conoció a Francesco, Luisotto y el hermoso Paulo. Francesco era un niño perdido, un caso sin importancia. El chico de campiña que se liga a las primas y a las vacas con el mismo fervor. Sexual hasta en los cachos que el diablo le regaló en forma de prótesis moral. Francesco, al mismo tiempo, era el niño más curioso en los "acontecimientos" y poseedor de una famosa inteligencia práctica con la que la campiña contaba de buena gana, en cuanto el padre William podía pronosticarle desde ya una prometedora carrera de abogado. Luisotto era un niño homosexual, como él tal vez lo había sido, pero ya no lo recuerda el padre que alguna vez se llamó William Cero.

En el medio de la noche las tormentas rompían el horizonte. Mientras el sueño o la ausencia de él en el dormitar cobijan con su refrescante halo las existencias que no sienten su progresiva decadencia existen dolores que añoran las estrellas. Gritos que se dirigen a los chirridos de los cables eléctricos en los profundos campos. Un hombre en medio de la lluvia se deshace las manos robando moras de sus agudas enredaderas. La electricidad ruge por medio de las nubes que decepcionan las bóvedas astrales. El agua es un excelente conductor pero nos conduce el delirio. Los padres de William Cero han descubierto la demoledora verdad sobre su hijo. Se temen que en el seno de la familia sagrada se haya engendrado un cerdo. Al parecer al niño le gusta merodear por los caminos fangosos de la vergüenza humana. Un mariquita, un paleto con gusto por los taladros. En medio de la noche las gotas del llanto adquieren una densidad mayor, que el orificio interrumpido por la retina retiene en la pared posterior del cerebro. Quisiéramos que todos los orificios fueran tan discretos. Se cruza el Estado para llegar al instituto en que se cura esta clase de afinidades patológicas. Su hijo está bien, a pesar de todo es un buen cristiano, un temeroso de Dios. Se lo curaremos y se lo llevaremos de vuelta, con el culo cerrado si es posible, si sabe a lo que me refiero.

Una de las razones por las que en el seminario era objeto de burlas era por su incapacidad para tutear, para aprender el lenguaje de la discreta cortesía. Los constantes errores, la pretensión por querer hablar adecuadamente, no eran sino revelaciones de su tosquedad y condición ordinaria. El padre Malebranche alguna vez, escoltado por la risa de sus compañeros, le sugirió que no se esforzara en alterar su lenguaje de campesino ya que Dios necesitaba a todos, brutos y nobles, para llevar su mensaje de salvación al hombre. No obstante, el empeño de William era notable y tras años de proponerse la tarea terminó por hablar como un hombre de letras e incluso logró a ganarse la consideración y el aprecio de ciertos académicos. Evidentemente todo esto antes del incidente con el muchacho provocador, que con los años terminó ocupando importantes cargos públicos por elección popular y así mismo incrementando su poder y su compromiso con revolucionar el sistema educativo con el fin de elaborar contenidos más democráticos, abiertos y amables para el debate y la recepción de nuevas ideas, en especial en lo religioso. Por qué el padre William no conocía el lenguaje de la fina cortesía? Tal vez porque su mundo se reducía a la crudeza. Las palabras tenían un propósito muy claro como una economía sujeta a su condición social. Es decir, si había hambre de palabras con mucha más razón hambre de alimentos; y pena, por no poder sustentar la vida y dejar ir el destello, que alguna vez brilló en los ojos, en medio de unas ojeras que veían la extrañeza de un mundo que les despreció. Era bruto porque su mundo era brutal. Había visto a su hermana menor morir de hambre. Su madre llorar sin aliento encima de su blanco cuerpo. Un cuerpo que le pareció en ese instante santo. Con una santidad que no volvería a ver jamás. Ese cuerpo de princesa caída en desgracia rendido ante el absurdo. Su madre había dado un paso atrás y dejado a la niña a su lado, en el suelo. No sabía a donde había ido su madre y por qué le había dejado solo al lado de la niña muerta. Su hermana no parecía muerta sino inmersa en un pesado sueño que le arrebatara el mundo. Él estaba paralizado, justo al lado de ella, también paralizada. Pero él no estaba muerto. Como no estaba muerto y sus ojos aún veían el mundo que no era el de los sueños, pudo ver como una rata subió a la cara santa de su hermosa hermana. Se posó sobre ella, con todo su cuerpo de monje de vagabundos, se arrodilló sobre ella, le escrutó los ojos, que ya sólo soñaban y levantó una oración de rata por ella. Como viniera se alejó a otro rincón la rata. Su madre no había vuelto y sintió que había sido abandonado también él. A una suerte próxima a la de su hermana. También sentía un profundo hambre. Y rabia. Y pena, porque tal vez él no quería que una rata le rezace sobre su cara. A gatas salió del rancho. A lo lejos una hoguera se prendía. Temía que volviera ser una carga para sus padres y se fue en dirección opuesta. El rocío de las plantas lo cogió abandonado a un gran árbol de raíces prominentes. Fue cuando vio la enredadera de moras. Emocionado salió tras la promesa de los grandes frutos que brillaban enardecidos a la primera hora de la mañana. En la carrera del hambre y la desesperación ignoró las grandes espinas que protegían el frondoso alimento. La sangre le brotaba de la cara y las finas agujas de las espinas le clavaban con odio el vientre. No era diferente a todo el odio que el mundo le había manifestado. Sencillamente un pobre tiene que sangrar e inclinarse al temor a la muerte para poder comer. A pesar de que la carne le era razgada con demencia y grandes pedazos volaban al suelo, pudo satisfacer la sed temprana de la muerte en los jugos de las moras. Al mediodía lo encontraron sus padres, delirando y consumido en la fiebre. Lo encargaron a una familia vecina que se encargó de sus cuidados hasta que recuperó la razón. En el moral de esta mañana infantil, el padre William había reconocido el rostro de Dios y en el néctar del sufrimiento la fuente de la vida.

Sometido a pruebas de electrochoques, a constantes latigazos, a humillaciones públicas, a deambular desnudo por el pabellón de los desquiciados, el padre William fue sometido a desprenderse de su naturaleza aberrada y homosexual. Secula, seculorum.

Tuesday, March 04, 2008

TOUCH

TOUCH

Por: Luis Cermeño, Salomón Pérez Ayala, Luis Isaza Vásquez y una breve aparición de Ricardo Cabezas.


Se hallaba mascando Chimú “El tigrillo”. Veía aburridamente un video de Coyote Ugly, mientras del aparato salía la música de El caporal y el espanto. Las gotas se escurrían por la pared, una sensación de frío le inundaba generándole un calor; calor también provocado por las cervezas a su vez. Un sudor frío le bajaba por la espalda hasta la parte superior de las nalgas. El clima, húmedo y helado, le tensaba los músculos; lo que la llevaba de regreso a las praderas floridas de un valle condenado.

Aunque sus huesos, débiles y quebradizos por el frío, parecían romperse al menor movimiento, se resistía a gastar en comida lo que consumía en alcohol. Una fija humedad que recubría el espacio la llevaba a imaginar cómo sería ser un batracio. Sus pensamientos, pausados y relajados, claramente le indicaban una fisiología de la paciencia que bordeaba el total abandono.

Un arrogante negro posó fijamente la mirada en ella. Seguramente le parecería curioso ver por estos lugares a una mujer hermosa embriagándose sola. Con total desparpajo, dibujó un gesto en el aire, invitándose a sí mismo a la mesa. Ni atraída ni sintiendo un total rechazo por el extraño, le permitió sentarse en su misma mesa. Aunque permitir es un término inexacto para la indiferencia que le provocó el hombre. Ella había llegado a un punto en la vida en que sencillamente todos los hombres le parecían iguales; los deseaba a todos por igual. Pero hoy su flojera le impedía a la mujer cualquier acción voluntaria. Daba igual si se la estuvieran metiendo por la nariz a que si estuviera dormida. Sólo quería ahorrar energías y conservar lo poco que le quedaba de dinero para cerveza (algo casi genético).

Al preguntarle el hombre oscuro su nombre, ella sólo respondió: soy una puta. El negro, sintiéndose agredido, levantó sus dos manos simulando una defensa e inconcientemente levantó ligeramente la comisura de los labios de un lado. Ensanchando ampliamente los brazos y pectorales, exclamó: calma, nena, sólo quiero estar a tu lado un rato, relajado,

La postura corporal del hombre parecía penetrarle ampliamente; cosa que no era difícil pero que, en este caso, implicaba un control casi absoluto de la mente. No era que estuviera dormida, era sólo que parecía darle igual cualquier estado mental definido. Se encontraba expuesta a los pormenores de la degradación.

Por un momento se quedó fija en los videos pornográficos que transmitían continuamente por el ancho de las paredes en el establecimiento. Se preguntaba cómo el tiempo habría afectado en la actualidad la lozana piel que se regodeaba en el viejo video proyectado y si las muchas chicas que exhibían sus espléndidos cuerpos en ese instante no se encontrarían muertas ahora que ella las apreciaba. O, cuántas no habrían adquirido el virus del SIDA en el transcurso de los años; o, la posibilidad siempre latente de la regeneración: cuántas mujeres jóvenes que veía en las pantallas actualmente no contarían con una bonita familia, sostenida por un ejemplar esposo y encantadores niños.

Todos los pensamientos parecía disiparse en su alma como quien no es capaz de retener en su mente una situación y por lo tanto el efecto de éste en su ser; volaba más allá de la alienación, o de la emoción que experimentaba el eterno presente.

Como frágiles cristales que se rompían a lo largo del destino, cantos gregorianos ambientaban una imprudente invitación al patio trasero del antro. El hombre negro satisfacía un impulso animal que sólo se puede satisfacer en el momento y en el lugar en el que es producido. Su presencia aprisionaba en la mujer cada uno de sus nervios y su existencia entera. Ella no era más ella. Ahora ella era el negro. Más aún, sólo le importaba y añoraba confundirse con el hombre. La silueta del amante encarnaba la poderosa sumisión de un sacrificio. El agitado compás de las caderas del robusto semental brotaba como una letanía de lagunas en el abandono de su propia existencia. Una lágrima de placer y dolor humedeció la mejilla ruborosa mientras su cuerpo encarnaba un gozo ajeno. El moreno sentía que todo el éxtasis abandonaba su ser a borbotones lúbricos hasta el momento de eyectar el último nervio sensitivo de su alma africana.

Hasta derramar la última gota de semen el perpetrador no cayó inconciente, invadido por la boca de la mujer que besó su rostro deliciosamente. Luego, ella procedió a guardar con dedicación el miembro inundado de su furtivo amante dentro de su desaliñado jean oscuro. Se levantó con desinterés de la escena del crimen, trató de deshacerse del polvo de su traje limpiándose cuidadosamente con el reverso de sus manos. Prendió un cigarrillo antes de entrar de nuevo al decadente bar que servía a su vez como lugar de expendio de drogas y libre comercio negro.

Al entrar al oscuro antro pasó de largo a través de la larga barra y la hilera desorganizada de mesa y sillas. Se dirigió al baño para lavarse las manos que sentía deshidratadas y muertas. Lleno de especias y maní, repleto por una baba espesa y amarillenta, como un bálsamo putrefacto en el que grandes picos montañosos de comida y desperdicios se levantaran a su propio infernal espectro celeste, el pequeño baño expelía un fuerte olor ácido y dulzón que penetraba en los senos paranasales a manera de aborto de estornudo.

El negro, a las afueras del bar, sintió maltratada su espalda. Se incorporó de su visible estado de deshecho humano. Se dirigió de nuevo a la barra y pidió una cerveza. Tuvo la sensación de ser una persona supremamente frágil, penetrable; pero, al tiempo, se sintió frío y viscoso, como la superficie al tacto de un sapo.

Curiosa idea la de considerarse un hombre-sapo, pensó. Sentir aprecio por las texturas babosas y resplandor en los inhóspitos ambientes en que la humedad era reina. Poco a poco, conforme el líquido de la cerveza disminuía, tanto el ánimo como los intereses diarios del hombre fueron menguados casi hasta quedar reducidos a la nada.

De repente captó a lo lejos a una mujer, de vida exudando, que abandonaba el claustrofóbico salón. Pensó que si acaso esta situación fuera posible, era él mismo en la cúspide de su regocijo alimentándose y nutriéndose de los frutos podridos que el mundo le brindaba.

Calló como un silencio y deseó encontrar una pluma; una pluma ligera que le permitiera delinear el felino voraz que tanto lo había alimentado y que ahora ingería el cálido cáliz justo a su lado. No entendió por sólo un instante el fuego de su mirada, y deseó con gran fuerza que aquella mujer de un incógnito e indescifrable instante hubiese roto el telón de sus días que zurcieran aquel perenne instante.

El ahora deshilachado negro giró su dirección en torno a la barra en la cuál atendía una delicada androide de delineados hombros desnudos y firme mandíbula, dispuesta con presteza a atender los pedidos que le manaban por doquier. Una pequeña minifalda de áspero material barato y un esqueleto blanco hacían las veces de vestimentas al robot de naturaleza femenina. La androide de material liso y refinado escrutaba de vez en cuando al hombre tratando de determinar el posible riesgo que podría establecer para la tranquilidad del roto. El gesto del negro era tan desconsolado que pronto la angelical androide se despreocupó de él: simulando, cada diez minutos, sin falta, su acostumbrado intercambio “visual” con el hombre como uno de los comandos aprendidos de esencial cortesía con el cliente.

El negro, a pesar de ser conciente de la naturaleza artificial de la diosa de las mesas, sintió que el movimiento del amor se agitaba dentro de sí aún queriendo reprimirlo a toda costa. Debería tratarse, sin duda alguna, de un nuevo tipo de artefacto diseñado para causar esta remoción terrible de las sensaciones en personas poco experimentadas con la tecnología. Aunque también pudiera tratarse, con perfecta plausibilidad, de una creación tan maravillosa en su arquitectura cibernética que lo que le doliera tan profundamente al hombre no fuera en absoluto el aparataje técnico del artefacto sino la más pura belleza del objeto en sí que le humillaba en lo más hondo y le hacía querer consumirse en la profundidad de la mirada de su androide inquisitiva.

El negro, tan borracho como una rata como estaba, fue conciente del profundo amor que sentía por ella y deseó jamás poder apartar su mirada de su gloriosa creación. Veía cómo la abordaban el resto de buscavidas del lugar y sintió rabia por su incapacidad de no poder intercambiar más que las órdenes de rutina con ella. Por un momento era como si él fuera la máquina limitada y no la diosa de las mesas, en cambio. Un anciano complacido dijo desde cerca de su barra: qué maravilla la ciencia. En este momento el negro despreciaba cualquier cosa que le sonara a algoritmos concretos que pudieran explicarla a ella. Demostraba una vez más cuán tarado podía ser cada vez que se lo proponía y trató con todas las fuerzas de fijar su mirada en la cerveza, en los videos pornográficos e incluso en las chicas reales. Pero todo era irreal para él y la mirada infaltable cada diez minutos le conducía a la desesperación inminente de su propio mutismo. Pensó en el afortunado esposo androide de la diosa de las mesas. Seguramente, más tarde, al llegar ambos a casa, rendidos por sus horas de trabajo, se abrazarían, se prepararían la comida y hablarían. Ella le diría a él: me dan pena los humanos que se resisten a creer que no soy más que un diseño. Y él reiría, pensando “pobres idiotas” y, en el fondo de sus operaciones lógicas, sintiéndose en secreto orgulloso de ser el esposo de la maravilla de creación que tenía como mujer. Nada podría arrebatárselo, desde la orden de manufactura, y mucho menos un tonto humano borrachín de antro.

El caballero negro amaba fervorosamente a la androide a pesar de que hasta ahora no llevaba mucho tiempo de haberla visto por primera vez. Y todo eso era real. Pero alrededor de ella las difusas imágenes se hicieron presentes. Entendió que casi todo el bar era frecuentado por hombres sapos sin deseo, sin presencia; lo peor era que ni siquiera podía aturdirse.

Las manos del moreno jamás se habían encontrado a la espera de sentir el calor del rostro de una mujer extraña, pero a aquel extraño perdido de cotidianidades le atraían aquellas soledades, y cómo no hacerlo en esas nubosidades tan grises que no podían ver el rastro de aquella ninfa que tanto deseaba. Le irritaban tantas palabras sin ecos y deseó con fuerza descomunal rasgar aquella cotidianidad y tomar la tierna mano de su amada de aquel instante y caminar sin destino; ya que al alba, seguramente, desearía con el mismo fervor alguna otra ninfa.

Otra ninfa, cualquier ninfa, todas las ninfas. Era igual, las deseaba a todas por igual.

Ella? Un objeto. Una posibilidad? Tratándose de él siempre, sería una nueva posibilidad.

Y el negro se sentía feliz de haber encontrado a su amiga de infancia Luna Red. Es el final del mundo y no lo sabes.

O no había querido percibir que él había muerto con sus incongruencias y le pareció que el fin era más hermoso que no haber estado.



(Tiendita de los horrores – 4 de marzo de 2008).