Tuesday, April 24, 2007

lunes en feria del libro.

Leer no salvará a nadie. Escribir menos. Escribir honestamente menos. Leer cosas buenas menos. Pensar, en definitiva, sobra mucho. Tomo mi credencial de invitado a la feria del libro y leo la programación: Lectura de cien años de soledad. No estoy haciendo nada igualmente. Considero que es una buena oportunidad para salir de esa mierda de una buena vez. Salir de esa mierda de Cien años de soledad. Esa lectura obligatoria y canónica que pesa sobre la espalda de ser colombiano. Y que pesa sin gusto, no como la fama de la cocaína. Porque finalmente la cocaína se ha probado lo suficiente como para poder sacar pecho y tener esa cosa de identidad nacional. Porque finalmente la coca sí ha dejado su huella sobre uno y sí se ha vivido, no como sombra sino como definitiva presencia hegemónica. Me logro acordar de la cara de indignación, esa falso rubor en las espantosas mejillas de los colombianos en la Florida, cada vez que un gringo bruto nos identificaba y decía: hey colombianos, qué buena su coca. Yo no me enrojecía, al contrarío le agradecía el gesto y hacía un ademán muy colombiano de: siempre a la orden, compadre. Ahora nos sirven en una falsa bandeja de plata al colombiano que más sonroja a la derecha colombiana, al colombiano que para esconder la vergüenza se sobrevalora como el segundo escritor de lengua híspanica, luego de Miguel de Cervantes. El caso es que a pesar de que útimamente se reconozca en el medio intelectual que esa mierda románticona y cula de Cien años de culera no es más que el único best-seller que ha parido esta malparida mierda, no deja de ser bochornoso y un poco indigno el hecho de no leer el libro. Como igual no estoy haciendo nada y quería salir de ese apretón de huevos de ser colombiano y sólo haber probado la buena coca del país, pero no haber leído la buena literatura del país -sino la muy mala-, me dispuse bien tempranito para ir a la feria del libro y participar en la lectura esquizofrénica de Cien años de culera. Llegué tarde, pero eso no me importó. Y no porque llegar tarde sea colombiano, de hecho todo el mundo llega tarde, si los ingleses son famosos por su puntualidad tal vez no se deba a que sean la regla sino la excepción. Dónde están leyendo a Gabo? Claro, ahora todos somos familiares de "Gabo". Me detuve en el recorrido que había hecho en el bus para llegar a Gabo. Una hora esperando en un sol desesperado que quebraba el rigus angustioso de mi rostro. Un negro como los negros ingleses, aferrado a dos celulares. Había algo de terriblemente tierno en el cuerpo exagerado del negroíde pero observarlo mucho podría tener consecuencias violentas. En efecto, la calle no tiene la ley escrita aunque resulta tan rígida que no da lugar a estupideces. Logré acomodarme en una silla en una fila vacía. Me pregunté por qué la gente prefería hacerse a un lado alejado y no sentarse, como yo. Luego me di cuenta. La intimidación. Por qué no sentirse intimidado si la gente bonita era la que ocupaba los puestos de adelante? Y sentarse en las sillas de las filas vacías te acercaba demasiado a la gente de la tele, a esa gente hermosa. Incluso, la gente bonita miraba extrañada a la gente que se sentaba demasiado cerca a ellos, los bonitos. O sea, estaba en medio de dos bandos claramente definidos, aunque ninguna etiqueta rezara: aquí los bonitos de la tele, allá los feos del común. Adelante mío un enano entrado en años y con el rostro agotado trataba de tomar la mejor foto de la farándula. Para no ver a la gente intimidada ni a los intimidadores preferí detener mi vista fijamente en el enano. Era lo que más se parecía a mí en ese instante. Un ser grotesco con un pie en el cielo y otro en el infierno. He ahí mi Virgilio, conduciéndome a las letras que pasan de largo entre los círculos del infierno y los círculos celestiales. Vicky Dávila pretendía ignorar el molesto flash que el enano no temía en escupirle cada segundo. Pero miraba, con más rareza, a ese otro ser grotesco guíado por la antorcha de Virgilio. Era un hecho que nadie prestaba atención al libro. Pensé: para quién se lee el libro? para qué gente se alza este altar? Llegó Maria Emma Mejía. Tiene esa sensualidad que siempre inspiran las brujas malas. Pero como ellas exhala algo innombrable que paraliza. Supe entonces para qué clase de gente se alzaba este altar y me dije: muchacho, este no es tu lugar de poder. Me levanté lo más delicadamente posible. Pero comprendí que el jean se me caía. Y me lo subí bruscamente, como las chicas se suben el descaderado. Tal vez ese acto me haya hecho ver imponente, tal vez arrogante. Pero lo hice porque no quería correr el riesgo de que Vicky Dávila viera mis calzones baratos. Si le interesaba acaso. Pero me relajé al pensar que el enano tal vez también tendría pudor, que le avergonzaría si Vicky Dávila le viera la raya del culo, si le interesaba acaso, porque a la condición de ser grotesco no quería agregarle la condición de ser grosero. Salí sobrecogido. Burlado doblemente. Primero, porque sabía que el evento era una burla y segundo, porque asistí y me presté a la burla. Gabriel García Márquez tal vez lo hubiera tolerado, incluso en su juventud, un buen lagarto cuyo mérito siempre ha sido el de saber su pequeñez. Pero yo? mierda, yo no soy un genio literario y no conozco mis límites de pequeñez. Me alcanzo a reconocer con el enano pero no con su estatura y en ese sentido, estoy perdido. Acaso el hecho de ser enanos nos debe hacer doblar las rodillas? Acaso todos los jorobados debemos ser mayordomos de condes miserables? Y si Gabito no se hubiera acostado con los Santos y Mutis y con todos los que se prostituyó? Acaso le levantarían un altar para que lo escupieran? Ay, ay. Así que lo mejor que pude hacer fue volver a olvidar a ese señor García Márquez e irme con los más propios, con los que aún tienen algo de digno en esta vida, digno en un legado de letras honradas: Manuel Puig, la marica. Desde muy pequeño siempre sentí ese sentido de solidaridad y amistad con los escritores maricas, los que llevaban a cuesta la cruz del estigma y ostentaban una felicidad prohibida, sin mérito. Y eso no lo he encontrado en Gabito, que siempre se ha mostrado muy machito y esa muestra extrema siempre me ha parecido propia de un remaricón encubierto, sin verguenza. Porque también siento un sentido de solidaridad y amistad con quienes profesan verguenza y asco hacia sí mismos. Y Gabriel García Márquez para mí es más extraño que la Cocaína. Y la Cocaína me parece que supera al infinito la obra de Gabo. Pero no quiero altares para ella. Es mi reina trágica, cuya belleza provoca desastres sin quererlo y por esta razón está condenada a la guillotina y no hay nadie que pueda salvarla, ni los que la manosean con la promesa de salvarla, ni los que se condenan con ella: esta condenada a una muerte solitaria e inevitable. Reina dionísiaca que lleva el máximo de su esplendor al fuego, consumiéndose en el resplandor de una risa satánica. Dirigida hacia su propia muerte en la rebelde locura de su felicidad, lloraré por ella en la distancia del público enemigo, que la insulta y la maldice, y no estaré allí para responder a la inquietud de su desvastada figura que encoge su santa rabia, incluso si ella llega a nombrarme en esos últimos instantes, estaré a lo lejos, en la penumbra, humillado por la exaltación de las llamas en su blanco cuerpo de bruja mala. Porque la cocaína está sellada por la fatalidad. Y ahora esta estrella enana se pasea por el infinito negro de la eternidad envidiando el resplandor del desastre de una galaxia en llamas. Y leer no salvará a nadie de esta noche. Escribir consuela a los pendejos. Mientras tanto, gente como Margarita Posada seguirán siendo novelistas consagrados gracias a que pueden alternar columnas con fotos de su trasero: cosa que no hace falta, pues su propia jeta podría sustituir perfectamente un par de nalgas por una cara de culo. Mientras tanto, gente como yo se puede pudrir buscando cafés en los cuales pueda llorar un capítulo hermoso de un escritor en remate en la Panamericana.

No comments: